La comparsa 'Los niños son nombre'.

La Opinión

Cuento de Carnaval

"Hay quien se irrita y se enfada porque se popularice ver la cantera, como si lo hiciera un carnavalero 'menos' especial"

Por  7:49 h.

Llevo semanas escuchando y leyendo a gente, “carnavaleros”, o fans del carnaval, que parecen ofendidos porque este año, por fin, se ha hecho mucho más popular ver la cantera.

 

Comentarios como “ahora que está de moda”, “es puro postureo” o “ahora a todos os gusta”. Y los pongo así por ser suave y no empezar ya metiendo una palabreja dura a cada cuatro frases (que ya bastante tengo con decirlas cuando hablo). Parece que molesta, que te hace “dejar de ser único” o “un carnavalero menos especial” el hecho de que ahora compartas esa afición con más personas.

 

Miren ustedes, desde hace años vengo siguiendo a grupos musicales que, antes, no reunían a más de cien personas en una sala oscura de subsuelo (de esas donde se te quedan los pies pegados y no precisamente porque se hayan pasado con el Agerul) y ahora tienes que ponerte en cola virtual de media hora para, con suerte, pagar 30 euros en una vista reducida. Desde luego que se me hizo raro que aquello dejase de ser más cercano, sí, pero por supuesto que me alegro de que ahora lleguen a mucha más gente y no estén olvidados.

 

De verdad, repito ¿Qué problema tienen algunos con que se popularice la cantera? ¿Va a dejar de ser menos “vuestra”? ¿Va a perjudicar la trayectoria de esos niños?

 

El lunes pisaron el escenario unos niños sin nombre, niños perdidos, (evidentes son también las referencias a la estética de Barrie) que venían justo de ese lugar. Quizás estaban perdidos porque, hasta el momento, muchos de los seguidores del concurso les hacían caso omiso a sus letras, a pesar de sus logros y éxitos en los juveniles. Y estoy segura de  que,  para muchos de los que ahora  se dan golpes en el pecho predicando ser los más auténticos y puristas, esos niños de verdad no tenían un nombre hasta ayer.

 

La cuidada puesta en escena, no desmerece a ninguna agrupación que pudiera, perfectamente, pasar a las dos siguientes fases. Las referencias al Londres del siglo XIX, con las notas de color que bien podrían partir de alguna puesta en escena de Luces de Bohemia o de la versión más colorida del clásico de Cela, crean una delicia visual. Una sinestesia entre el atrezzo y la literatura. Y la picaresca. Esa que solo tendría Dickens y  que parece soldarse como estaño a la cuarta pared.

 

Al verlos, pienso que muchos van vestidos de mayores con ropas anchas y grandes, por el deseo y la humildad con la que se suben a estas tablas “de los grandes”. La iluminación amarilla, como polvo de estrellas, que acaso dibuje sus ilusiones, sus sueños, sus deseos y fantasías. Y dos ventanas y una puerta, a la espalda, como ese lugar por el que saltar y conocer el mundo, cerradas. Porque ya no vale solo con conocerlo, sino con cantarles lo que ellos ven a través de ellas.

 

Miren, yo no sé de coplas, yo no soy de Cádiz, ni me considero una entendida del Carnaval. Yo sé lo que me gusta y lo que me da coraje. Y lo que me da coraje, desde luego, son las personas que se ofuscan, se irritan y se enfadan porque este año se haya popularizado descubrir agrupaciones como estas antes de que lleguen a los adultos.

 

Y,  como sé lo que me gusta, sencillamente digo, parafraseando a los cuarteteros jóvenes… aunque sea una miarma, que “… Aquí hay que Momart”.