BASADO EN UN HECHO REAL, POR JUAN JOSÉ TÉLLEZ

Julio Pardo, pregonero de mucho peso

Por  6:20 h.
Julio Pardo, pregonero de mucho peso

 

Podrán reprocharle lo que fuere preciso, desde tirar de letras cada vez más fachas a profesionalizar en exceso a su grupo. Podrán decirle misa, montar un criadero de lenguas bífidas sus detractores, o alegrarse sus adversarios de que este año hayan dejado a su coro fuera de la tierra prometida del Teatro Falla donde tenía un abono de mayor duración que las pinturas alegóricas del techo. Pero Julio Pardo vale su peso en oro. Como corista, El Gordo -como le llaman cariñosamente o no-ha perfeccionado una escuela, un estilo, que él simboliza como Barry White lideraba el Sonido Filadelfia.

Su coro es la Tamla Motown de la cuerda y púa, su juego de voces ya lo quisiera el Orfeón Donostiarra pero su versatilidad es genuinamente gaditana, como la del tuno que siempre fue desde que saliera con Los Aspirinos para consolidar una forma genuina de corear algo más que el hola fondo norte y hola fondo sur. Seguro que borda su pregón de hoy, porque ya fue capaz en su día y junto a su inseparable Antonio Rivas de evitar que Jesulín de Ubrique no cayera en el ridículo cuando le tocó su turno dieciséis años atrás. Y porque tiene, este año más que nunca, hambre de éxito, de dejar a su gente el buen sabor de boca que por primera vez en mucho tiempo no pudo brindar anoche en la Gran Final. Desde 1988 no probaba el amargo sabor de la derrota y aquello le sirvió para el más difícil todavía, para lograr una regularidad propia de los mejores ciclistas y una armonía genuina que si sorprendió en ‘Los taberneros del Puerto’ y deslumbró en ‘La tía Norica’, ‘Guacamayos y lechuguinos’ o ‘El callejón de los negros’, tampoco le sería ajena una cierta osadía de la que incluso hizo gala en las horas bajas: recuerden la batería yeyé que incorporase a su fallido coro ‘El guateque’, en 1987.

Aunque quizá tarden en reconocérselo o no se lo reconozcan nunca, Julio Pardo también contribuyó a dignificar a esos jornaleros del arte que son los músicos de Carnaval. Al menos, intentó sacar adelante una formación estable, el coro La Caleta, que, en meses impropios de tangos y cuplés, pudiera sacar adelante otra suerte de repertorio, boleros y cantables, como el disco que le dedicase a Antonio Machín. Pero también se atrevió a componer marchas de Semana Santa, con el mismo desparpajo que un carnavalero se quita el tipo y se pone el capirote. Y, desde luego, quedará para la historia su leal y vistosa escolta a Carlos Cano en la interpretación de ‘Las habaneras de Cádiz’ o de ‘La murga de los currelantes’.

Hoy, si la autoridad lo permite y el tiempo no lo impide, reinará en el pregón de San Antonio, que es al Falla lo que la zarzuela es a la ópera. Pero él nunca será un rey destronado. Lamerá sus heridas de oso caletero y volverá a la carga sobre las bateas, demostrando en la calle con todos los suyos que no fueron gratuitos tantos años de podio, esa plusmarca campeona que luce ese claro soniquete con el que, durante tres décadas, ha mecido el Carnaval de Cádiz. Qué gusto poder escribirle, sin que suene a ojana, un artículo como éste el año en que, grajo blanco, sea un árbol caído en el Concurso del Carnaval. El Carnaval que viene, seguro, volverá a ser un bosque.

Y esta noche, será como los dragos. De mucho peso, si, pero de gran altura.