El Arte de la poca vergüenza

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Siempre
he creÍdo que la persona que mejor dice picardías en Cádiz es Paco
Abeijón, el Carapalo, sus hijo la gran puta la mare que lo parió,
siempre estaban colocados en el sitio perfecto del cuplé, eran
picardías armónicas que parecían estar hechas a la perfección para ese
sitio. Jamás olvidaré aquellos guanaminos, una pandilla de negros que
salían al escenario tisnaitos y con una peaso de olla donde iban a
guisar a un incauto explorador. Hay gente en Cádiz, como el Carapalo, o
como el gran Peña, o como el también recientemente fallecido Felipe
Martín, que tenían o tienen el arte de la poca vergüenza, de hacer
barbaridades con tal elegancia que te tienes que terminar riendo.

Existe ya en Cádiz un nuevo tipo de chirigota y que
son las chirigotas de poca vergüenza. Esos grupos que salen casi en
pelotas al escenario, con mini bañadores y que se ponen a cantar
impasibles, mientras que el público, muerto de risa, repite una y otra
vez, que poca vergüenza. Pero lo que en cualquier otra ciudad del mundo
sería casi un insulto, aquí es un arte, son las cosas del paraiso del
jubilado, que siempre ha estado algo tocada por el Levante.

Hace un par de noches salió a escena una chirigota
que representaba a unos masoquistas a los que no le faltaban ningunos
de sus aperos de labranza, pero el mayor momento de regocijo en el
teatro es cuando en la presentación, debajo de una manta, se salió un
impresionante gordo carnoso en tanga dorado y con su gran culo
perfectamente expuesto para disfrute y cachondeo del respetable, que se
repetía una y otra vez….qué poca vergüenza, qué poca vergüenza,
mientras se secaban las lágrimas que se la habían salido de tanto reir.

Pero el culmen de la poca vergüenza llegó en la noche
del miércoles a cargo de otros dos especialistas en este arte de reirse
de tó: El Libi y Manolo Santander. Desde una sesoría (almacén trastero
en gaditano) imaginaria situada en plena plaza Pinto, justo al laito
del cuadro de la Virgen de las Penas, en una tarde soleada, de esas que
sólo existen en los Lunes Santo cuando sale La Palma, se abría, en
medio de grandes chirríos una puerta metálica. Sin mecelo, sin mecelo,
grita el capataz. La cuadrilla arrastrando los pies saca a duras penas
el paso. Suena el himno nacional (Acebes emociónate). El paso de la
Mudanza ya está en la calle. La chirigota va de cargadores, con la
misma indumentaria de la cuadrilla de Ramón Velázquez. Es más, en las
camisetas figura la insignia que distingue al capataz mas loado de la
Semana Santa de Cádiz, árbitro de la elegancia y urna que guarda el
buen gusto y el buen paladar. Los hombros, coloraos, en carne viva,
desollaos por el palo y en sus manos las maniguetas que comienzan
rítmicas a sonar entre las carcajadas del público.

Encima del paso no hay Cristo, ni Virgen, primer
toque de arte en el manejo de la poca vergüenza. Nadie se puede
mosquear. Si figura un frigorífico, blanco marfil, no se sabe si
relleno de tetrabriks de Don Simón…Es el famoso misterio de la
nevera, obra del siglo XVII de autor anónimo. En las esquinas cuatro
luces de mesita de noche, más horteras que un anuncio de colonia.
Podían ser hasta de 125, de esas que llevan guardadas en el almacen de
Las Palomas 25 años.

Pero donde la cofradía arriesga más es en el exorno
floral del paso. Ni rosas blancas, ni claveles rojos, ni orquideas
salvajes, apio, apio aromático, del que se le echa al puchero, puesto
con elegancia sobre artísticas jarras de color transparente. Qué bonito
sería un Jueves Santo oliendo a apio en Cádiz, en vez de incienso, que
ya está un poquito visto.

Apio verde y unos centros de flores formados por
coliflores de la región hortofrutícola de Conil. Afortunadamente las
coliflores estaban sin cocé, porque entre lo que huelen y lo que es el
sudor de los cargadores, no iba a poder ir al lao del paso ni la
escuadra de gastadores de la Guardia Civil.

Pero donde ya el arte de la poca vergüenza llega al
sumun es en la figura del capataz, que no podía ser otro que Emilio
Gutiérrez Cruz, El Libi, el árbitro de la elegancia cuartetera en el
exilio, el último sobreviviente de esos hombres dotados de tal vozarrón
que con ellos nunca hubiera hecho falta inventar el micrófono.

El gran capataz gaditano lucía el terno gris
reglamentario, algo entallaito, porque es verdad que a los capataces de
Cádiz les gusta llevar el terno entallao, como si hubieran engordao
algo en las últimas semanas. La corbata negra, símbolo de luto y sobre
el pecho 23 lazos de colores donados por otras cofradías y en la mano
en vez del martillo dorado, un grifo de Roca para dar las ordenes con
exactitud: «No mecelo mucho, chiquillo, que se van a derramá los yogú
que llevamos en el frigorífico».

El Libi da grifo. Listo los de atrás, grita el
ingeniero chirigotero Santander. La cofradía camina entre una petalada
de carcajadas hacia el gran trono de la Poca Vergüenza de Cádiz.