La opinión de Carnaval

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Entre los chirigoteros oficiales se ha extendido un lamento que resulta sensato compartir y comprender

Por  10:01 h.

Entre los chirigoteros oficiales se ha extendido un lamento que resulta sensato compartir y comprender. Dicen que su modalidad, basada en el humor, se ha complicado en los últimos años porque la cascada constante de frases, chistes, cargas, gracias y desgracias que lanzan los medios digitales, mensajes, redes sociales y todo ese universo de pantallas en el que malvivimos dificulta mucho su labor. Que todo suena dicho y antiguo siempre, viejo desde que nace. Que cualquier anécdota o acontecimiento es desmenuzado y retorcido, desmontado en pocos segundos y durante varios días, cada día, todos los días.

 

Por tanto, alegan, sorprender con cualquier golpe ingenioso se ha vuelto diez gigas más difícil que antes. Todos los golpes están dados ya. Dicen que ya estamos todos toreados cuando nos enseñan el paño para llevarnos al giro. Es común que muchos compartamos esa apreciación. Parece basada en la experiencia (digital) de todos, en la realidad nuestra de cada día.

 

Si llevan razón, como casi todos creemos, su situación será complicada durante mucho tiempo. La fosa séptica en la que hemos convertido redes, blogs y medios digitales, en la que chapotean nuestros hijos, parece lejos de vaciarse. Las tuberías están atascadas con tanto ego, tanta publicidad personal o comercial, tanta pamplina y tanta vanidad. Que algunos hayamos dejado de echar toallitas húmedas manuscritas y nos hayamos vuelto a cagar al campo -que es biodegradable por más que biodesagradable- no alivia una situación a la que contribuyen miles de millones de personas cada día.

 

Pero esa saturación triunfante o fallida, fugaz y permanente, no sólo afecta a las chirigotas y a su alimento de humor. Esta realidad inexistente que vivimos o morimos a diario, esa vida de plástico, cristal y silicio, también afectaría entonces a la comparsa y al coro con argumento similar. Sus engolados autores y sus afectados componentes renunciaron hace mucho al humor pero presumen de ser líderes de opinión. Siempre quieren dejar clara su postura (no la de la mano en el pecho y el cuello reventón). Siempre tengo que aguantar la risa cuando escucho a un intérprete o a un “poeta” decir que le ha dado voz al “pueblo” (qué será eso), que han denunciado nosequé o reivindicado nosecuánto o que habla en nombre de tal colectivo.

 

Muy frecuentemente, se vienen arriba con soflamas como que “al pueblo de Cádiz (o de Utrera, o de Sanlúcar, o de…) no lo va a callar nadie” y defienden sus letras como un rasgo de valentía y rebeldía de los gaditanos o andaluces. Rebeldía, dicen. Valentía, dicen. De ahí sí que sale un buen cuplé callejero, esquinero, de los de partirse.

 

A veces se atreven a pedir a los andaluces que no cantamos que alcemos la voz (o la vox) como si acaso nos diera la gana o estuvieran seguros de que la usaríamos para decir lo mismo. Como si alguien escuchara. Como si un verso de una copla, un pasodoble entero, no estuviera reducido más que a una opinión de esas que vuelan por billones a diario en esas pantallas a las que todos nos hemos pegado para poder pegarnos más. Antes de cansarme de las redes, hace un año o así, recuerdo a menudo la sensación de no recordar de quién era lo que acababa de leer, eso que me gustaba dos segundos antes de olvidar para dejar sitio a lo siguiente. Tal es el chorro de titulares, montajes, ideas brillantes o majaderías, imágenes, gracietas, consignas, tópicos, ajustes y desajustes de cuentas, eructos y cursiladas que cuando acabas el enésimo repaso diario no tienes claro por dónde había llegado lo uno y lo otro, lo que irritó y lo que iluminó, lo que impactó y lo que resbaló.

 

En esta situación, o saturación, aspirar a que una opinión de un grupo que canta raro perdure, influya o cause algún efecto en alguna persona es bastante estúpido. En el diluvio de opiniones, las del Carnaval se han convertido en otras como tantas que ya leímos un día nosedónde, u oímos a un familiar peñazo en algún almuerzo interminable. Igual que el chiste en el caso de la chirigota, ser redundante y previsible también es la mejor garantía de fracaso en el caso de la opinión.

 

A no ser que llegue acompañada de emoción sin explicación, de erizada capilar y leve movimiento compulsivo de mano o pie. De una melodía con una letra -una letra con una melodía- que se agarra como una ‘carcamonía’ y puedes cantar mal porque puedes recordarla bien, que alegra recuperar porque sirve para evocar. Cuando ese prodigio se da, de tanto en tanto, ya no hablamos de mensajes de autor, de holoturias en vinagre, de opiniones ni de chistes, de voz del pueblo ni de masas que se rebelan. Cuando eso alumbra, a oscuras o al solano, hablamos de copla, de pasodoble, de un tango y un cuplé compartido por miles de personas (en una determinada e insignificante parte del mundo) que no se conocen pero sienten lo mismo al tiempo.

 

Hablamos, casi, de música. Entonces, el Carnaval es invulnerable a chistes y gracias, a ocurrencias y opiniones. Opinar en público se ha vuelto muy vulgar. Ahora lo hace todo el mundo constantemente.

 

Por cierto, puede ahorrarse su opinión sobre esta opinión que doy solo porque forma parte de mi obligación laboral. No voy a molestarme en leer sus comentarios o, gratuitas, consideraciones y entendería que usted hiciera lo mismo con estas mías. Ahora, que si ha llegado a esta línea, le anuncio que voy ganando yo.