Paseando por la fama

Vega lópez, en la catedral de los ladrillos coloraos

Por  9:30 h.

Dieciséis años lleva Tere trabajando en el Falla. Pero hasta que actuaron el viernes Los Parapapá de Kike Remolino echaba de menos un pasodoble o un tango dedicado al centenario del teatro, a esa catedral de los ladrillos coloraos tan cantada por el tópico y que gestiona y dirige Vega López, más postmoderna que comparsista.  Sirvan ambas para personificar a los trabajadores de ese templo neomudejar que, en estos días, acumulan horas extraordinarias en ese horario tan raro que lleva hasta las cuatro de la mañana los días entre semana y, por extraño que parezca, una hora menos las restantes sesiones.
Antes, mucho antes de que el Falla se llamara Falla –así se le bautizó en 1926–, el solar lo ocupaba un gran teatro de madera que fue levantada en 1871 por el arquitecto Manuel García del Alamo y que, naturalmente, fue destruido por un incendio en agosto de 1881. Cádiz decidió crear una comisión que, también como de costumbre, prolongó hasta 1905 y por falta de fondos el proyecto de reconstrucción del dichoso teatro, bajo la batuta del arquitecto municipal Juan Cabrera Latorre.
Hemos estado a punto de que el único recuerdo para el Falla viniera desde el concurso de chirigotas del Teatro de Las Cortes en San Fernando. Una cuarteta, por amor de Dios, para sus grandes arcos y dovelas de ladrillo rojo y blanco. Un cuplé para su forma de herradura, para sus palcos que saben a fantasmas de la Opera, para el gran lienzo del techo, aquella alegoría del paraíso que firmó Felipe Abarzuza que representa una alegoría del Paraíso. Una alegoría de Cádiz, eso es el Falla, que estuvo parado y que sufrió un repelladito entre 1987 y 1991, cuando el concurso tuvo que exiliarse al Teatro Andalucía, que quizá terminó muriendo de tristeza cuando le volvieron a quitar a las agrupaciones que durante años alegraron sus cortinas con olor a zotal.
Aunque a veces no lo parezca, El Falla no es sólo el escenario anual de la liturgia del Carnaval. Sino que lleva huellas antiguas, de ballet clásico y sinfonía, de Manolo Caracol y Lola Flores, de cine de estreno y de bailes de paso del ecuador. Allí no sólo suena la memoria del piano de Falla, sino la del de Chano Domínguez. Mitines de Gil Robles y pregones de Semana Santa. Habaneras de Carlos Cano y proyecciones de Alcances.
Pero fue el Carnaval el que definitivamente arrebató a la burguesía ese principal escenario de la fiesta. Y, así, año tras años, por sus bambalinas se cruzan los flamencos con los tenores, los bajistas de jazz y los de la música clásica, con esa horda multicolor de las chirigotas, los coros, los cuartetos y las comparsas. No son sus dueños pero son estos últimos quienes han hecho del teatro su casa, quienes han ligado su memoria sentimental a los tipos que han ido desfilando por su escenario desde que empezó a acoger el certamen. Sin el Falla, el Carnaval sería un huérfano. Pero sin sus gritos a la yerbabuena, sin sus belgas de ambigú, sin el vocinglerío popular inundando el foyer,  sin el carnaval, tal vez el Falla sería un humilde salón de actos, un lugar sin alma, un teatro sin más. Centenario feliz.