María la Yerbabuena, animadora sin pompón

Por  11:12 h.

Ahora que estarán barriendo el centenario Gran Teatro Falla y las papeleras devorarán papelillos, pitos de caña rotos y corazones agridulces, ¿a dónde irán los gritos de María La Yerbabuena? Como en las viejas películas de Fumanchú o de Fantomas, no ha trascendido en demasía a los medios de comunicación su santo y seña, sus apellidos y razón social, sino esa especie de apodo en la clandestinidad de una fiesta que gusta de estas máscaras.
Hay quien asegura que ha localizado una fotografía de María la Yerbabuena entre la barahúnda de una agrupación carnavalesca que pisó el Falla a finales de los años 60. Pero es dudoso que pudiera haber patentado entonces su célebre grito de «Óle, óle mi Cai!. Lo digo a boca llena. Y quien no diga ‘óle’ que se le seque la hierbabuena. ¡Óle, óle y óle!», porque es bastante probable que las autoridades franquistas confundieran la hierba con la cannabis sativa y ella y quien corease su alarido terminasen esa noche en La prevención.
En rigor, su predicamento como animadora sin pompón de las sesiones del Falla progresó adecuadamente a medida que el Carnaval fue sustituyendo a las fiestas típicas y el video fue matando a la estrella de la radio: en el imaginario de la transición democrática debería figurar su ole-ole-ole junto al puedo prometer y prometo de Adolfo Suárez, el cambio de Felipe y el fallido se sienten coño del afortunadamente fallido golpe de Tejero junto con la chirigota militar del elefante blanco. En muchas ocasiones, la noticia no era su presencia abrumadora, su legendario trasero y sus lentes desde el gallinero o desde los palcos, según la calidad del cuele de cada febrero hasta que, según parece, en tiempos de Josefina Junquera logró un visado a perpetuidad para que nunca le faltase un asiento entre el paraíso y el patio de butacas. A menudo, la noticia era que problemas de salud le impedían oficiar su liturgia lúdica en la catedral de los ladrillos colorados, logrando casi siempre un guiño desde el repertorio de las agrupaciones como aquel pasodoble tan de pelos de punta que le dedicaran los de la chirigota Los de la Carpa.
En cualquier caso, ella ha terminado siendo uno de esos nombres propios o comunes que aparecen de pronto en un estribillo o en medio de una cuarteta, sólo que los presentadores de Canal Sur ya no tienen que explicar a los cuatro vientos de más allá de Cortadura quien es esa modesta maestra de ceremonias, la novia imposible que encontró el viudo de La tengo en el bote, cuando fue al programa de Juan y Medio para casarse otra vez. 
Confiesa 74 años y, a lo largo de la historia reciente, no sólo le han salido imitadores sino que se postulan algunos sucesores, como El Tomate, que ha introducido una estructura mucho más compleja en sus gritos, aproximándose su lírica a la de los repentistas cubanos, hasta el punto de que cuando durante la Final el Falla estalló en ripios múltiples, El Selu se paró en seco sobre el escenario y con esa sutil emoción a la que llamamos ironía se limitó a preguntar: «¿Algún poema más o podemos seguir?».
María la Yerbabuena sí que es un poema entrañable, el imprescindible jaleo con que los palmeros del jondo escoltan al cantaor. Y todavía, antes de que nos arrepintamos de la tardanza, estamos a tiempo de rendirle el homenaje que merece y con el que estarían de acuerdo aquellos que dicen para sí «vaya coñazo» cada vez que suena su irrepetible ole como un grito del silencio en el cordial estruendo de esta fiesta.