ANÁLISIS

La bata de lunares se quedó chica

La fiesta heredada sale indemne de la era del recorte porque siempre estuvo tiesa pero le cuesta dar con la fórmula que una la imprescindible sencillez con disparadas cifras de seguimiento

Por  0:24 h.
La bata de lunares se quedó chica

 

Javier Rubio, maestro de periodistas andaluces en lo literal y lo metafórico, escribía esta semana: «La nostalgia, ah, esa droga que crea dependencia en el cuerpo social y cuyo síndrome de abstinencia sólo se puede pasar mirando fijamente al porvenir. Detrás del comercio mundial del sexo, las armas y la energía, no hay otra mercancía que mueva más dinero en sus más distintas -e insospechadas- variantes, por lo general, muy locales. Conviene vacunarse contra la nostalgia, ese sentimiento ilusorio de aprehender vagamente el pasado en que fuimos más felices, más justos o más ricos, pero siempre inexcusablemente más jóvenes. Ese es en el fondo el negocio de la nostalgia: llevarnos atrás en el tiempo en un viaje imposible para reencontrarnos a nosotros mismos mucho antes». Hablaba de celebrar el vigésimo aniversario de la Expo de Sevilla y calificaba su ciudad como «pornográficamente nostálgica».

Pero, como en las mejores canciones, sus palabras parecen escritas para cada oyente o lector, para cualquier otra ciudad andaluza y cualquier otro recuerdo. Especialmente, para el Carnaval de Cádiz, ciudad que puede disputarle a la que sea el mundial de melancolía, que tiene en su peculiar fiesta grande (la única invernal, la única que no es feria) una irresistible tentación para recordar. Porque como todo aquí, es muy antigua. Pero el Carnaval no va a volver atrás ni nadie será nunca más joven, así que más vale darle vueltas a lo que hay.

Las fincas ya se construyen sin lavadero, cualquier mortal prefiere quedarse sin teléfono antes que sin internet y resulta imposible limitar las retransmisiones, capar el número de inscritas al Falla o rogar para que no salgan más ilegales. Es inútil rezar para que ningún veinteañero más intente conocer el falso Carnaval un sábado noche para coger su primera gran cogorza como visitante.

Si Cádiz -ciudad periférica, aislada y ensimismada por excelencia, cerrada a lo cercano y colgada de lo lejano- es incapaz de ponerle puertas a la tierra en su gran fiesta es que nadie puede. Cualquier análisis del Carnaval 2012 que aspire a la sensatez, por tanto, tiene que sacudirse esa tentación de la melancolía porque nada vuelve a su tamaño original después de haber engordado tanto y, si lo hace, le queda el pellejo arrugado y estrías. A convivir con el tiempo que toca.

El Carnaval termina sin novedad. La influencia del año más esperado y publicitado, el del Bicentenario, no ha tenido la menor influencia. Lo visto confirma algo ya vivido en lo que va de siglo: que todos los números están disparados. La expectación, el seguimiento, la afluencia de grupos, legales o ilegales, visitantes y medios no deja de crecer. Sólo baja el dinero que los gaditanos tienen en el bolsillo y el Ayuntamiento en sus cuentas. Los servicios, la oferta pública y privada, hostelera o de transportes, por lo tanto, va a menos. Pero la era del recorte cambia poco porque la fiesta está basada en la palabra y la risa que, por ahora, son gratis.

El mayor reto es que cada vez cuesta más escuchar y asombrarse. O porque hay más gente en la sala (Cádiz no es mucho mayor que algunos auditorios del mundo) o porque todo se desvela y se expone (TV, internet, radio) miles de veces enseguida. El factor sorpresa ha muerto. Así que toca organizarse. Sin añoranzas. Ya nunca escucharemos más a ‘Los Fantasmas’ con más espectadores que intérpretes, ni Paco Alba pondrá el cuentakilómetros de la complicación comparsista a cero.

Pero tampoco vale el otro extremo ni olvidar de qué iba esto: del secreto que El Noly encierra en sus nudillos y ‘Las vocales’ o El Gómez en sus molondros, iba de coplas sencillas y de una quedada anual con la poesía popular, la crítica, el desahogo, el ingenio y el disfrute a tráves del intercambio de coñas rimadas.

El Concurso del Falla 

Mucho músculo, poca palabra.
El gran prólogo, la mitad de todo, arrancó con una polémica resucitada. La venta de entradas volvía a provocar colas ya erradicadas. Al final, innecesarias. Cuando se disolvían, aún quedaban entradas para todas las sesiones, menos para una. El grupo de Aragón toma el relevo como fenómeno fan (parcialmente formado por los más jóvenes y apasionados) capaz de provocar estas situaciones. El motivo de poner más papel en las taquillas (aunque con internet como gran alternativa) es discutible. Se supone que al vender en taquilla el ‘ambiente’ del Falla es más ‘puro’ y ‘gaditano’, que se prima a los residentes. El experimento ha demostrado que el cambio es inútil. Los gritos de ‘campeones’ o la presencia mayoritaria de espectadores de otras ciudades o provincias demuestran que el cambio no va. En cualquier caso, sólo estorban las colas (a los que las hacen y, al parecer, a los que las ven) así que el Ayuntamiento aumentará los puntos de venta y se acabarán. El resto se quedará igual. El debate sobre la pureza del ambiente, como toda entelequia, será infinito.

Con todo, fue el primer concurso en el que se vendió cada entrada de cada sesión. La demanda sigue desbordada. El juego de los ladrillos coloraos –que tanto espanta a unos pocos por los piques, intrigas, broncas y cabreos con los medios– mantiene atractivo imbatible. Ya se retransmite cada actuación, casi todas en directo y a toda Andalucía. Su impacto en internet, crece y crece. Como ejemplo, cada noche se convertía en lo más comentado en la red social Twitter o en Facebook a pesar de que, se supone, sólo se habla de esto en la provincia y las limítrofes. Como atracción, funciona. Como nunca.

Sobre las tablas, las sensaciones fueron contradictorias. Empieza a ser preocupante la influencia televisiva en las letras. Parece que nadie tiene nada que contar que no haya salido mil veces en mil programas (La casa de Alba, Urdangarin, Antonio Canales, crisis…) y se ha echado de menos, esta vez parece que con argumentos, algo de originalidad. Si bien no hubo grandes pelotazos (difíciles de definir), hubo muchos grupos que gustaron a rabiar, al menos tres chirigotas, dos comparsas y dos coros.

También creció el debate sobre el exceso del montaje, la parafernalia, los cameos y el atrezzo en detrimento de la imprescindible sencillez de letra, música y voces. Se añoran las melodías, los pianos, la facilidad y la pausa. La aparente necesidad de ofrecer un ‘show’, quizás por la omnipresencia de las cámaras, se extiende. Muchos aficionados echan de menos la copla pura. Cabría desear que esos accesorios fueran añadidos, nunca sustitutivos. El hecho de que hasta tres coros coincidieran casualmente en su propuesta (parodias de grupos musicales con instrumentos inusuales) lo fomentó.

Otra vanguardista vuelta al pasado la protagonizó Juan Carlos Aragón, con su ‘italianini’ que a nadie debe espantar pero tampoco debe gustar por decreto. Puso la cuota de morbo y bronca sin la que la modalidad de comparsa parece asfixiarse.

En chirigotas y coros, los números uno se distanciaron a mitad de carrera y ya no hubo dudas. El grupo del Love, además, siempre es bien recibido como ganador. Quizás porque cuando pierde no se pone de morros. Es de los que parece que va a participar, no a competir.
Los cuartetos se ahogan. El formato les empequeñece y, cuando llegan a la final, parecen invisibles. Deberían beneficiarse de normas propias, adaptadas, como cuando se les eximió del popurrí. Se les hace largo, infinito, el Concurso. Esa creciente masa de espectadores de fuera de Cádiz no los pilla. Se les expone a un fusilamiento. Es como poner al mejor romancero en el Falla, por televisión, a las dos de la mañana, después de haberlo escuchado ya tres veces. En cuanto a organización, hay que revisar la entrega de antifaces de oro (se pierde en detrimento de sus receptores) y, aunque el año que viene llega con el calendario apretado, habrá que plantearse alguna vez que no pasaría nada por empezar, y acabar, una hora antes. O dos.

La calle y las callejeras

El reparto de los sitios y los días.
La mejor noticia para una mayoría de aficionados vuelve a ser la calle, la reina canalla e indomable. Eso sí, el sábado por la noche está definitivamente perdido. Los gaditanos y residentes, hasta los adolescentes, se refugian y ceden la ciudad a los famosos 300 (millares de visitantes) que llegan –no todos– para beber, pasear sin sentido y excederse. Es un problema común de todas las fiestas en todos los lugares. Cambios de hábitos sociales, imparables. No hay coplas, salvo hasta medianoche en el meritorio intento de los tablaos oficiales, por lo tanto no hay fiesta según la conciben los que la quieren. Parece que se ha instalado un acuerdo tácito: se les cede la ciudad, al día siguiente se arreglan los crecientes desperfectos, se baldea un mar de orina y se intenta limpiar todo. Entonces empieza el Carnaval de veras.

Los carruseles siguen funcionando, del primero al último. La dispersión les sentó de maravilla, hermosean y activan  todo el casco antiguo. Ahora, además, se puede volver a la plaza. Las chirigotas callejeras brillan, sobre todo el lunes, como lo mejor de lo mejor. Cunde la sensación de que dos cuplés de algunas iluminan más que la mitad de los repertorios, sumados, del Falla. Incluso se vieron más grupos oficiales este año, animados por tanto encanto y, también, porque hay menos contratos.

Pero el prodigio pareció este año más amenazado. Cada vez son más. Queda lejos cuando eran 50 ó 100. Cada año hay más que debutan. Empiezan a estorbarse. A principios de siglo, se quejaban con razón de que les molestaban las motos, las barras o los altavoces. Ahora, se molestan unas a otras. Sobran cajas y bombos, aumentan las que no esperan a que otras terminen. La hinchazón acecha. Llegan grupos de todas partes, cada hora. El Pópulo rebosa como San Lorenzo y San Agustín. La solución no está clara. Poner normas va contra la esencia. Cabe confiar en que se autorregulen pero la experiencia desanima. Como dice Fernández Miró, a las ilegales no hay que organizarlas, hay que protegerlas. Del ruido y la masificiación. Otra cosa es cómo hacerlo sin parecer policías.

Eventos y programa oficial 

Ni está ni se le espera.
El programa oficial (proclamaciones, cabalgatas, carpas paralelas y conciertos) han decrecido. La escasez de dinero se notó en ese apartado pero, afortunadamente, es secundario para muchos, excepto para las familias con niños, quizás. En el apartado institucional hubo un lunar. La huelga de autobuses de sábado a lunes fue una complicación, un fiasco con distintos responsables. Hizo que miles de personas prescindieran de un servicio público ahora menospreciado desde la Alcaldía aunque necesario y recomendado insistentemente cada año. Ríos de peatones arriba y abajo por cuesta y avenida.

El programa oficial también se dio por perdido hace años y ya nadie lo añora. Los fuegos artificiales se redujeron a una cita, pero nadie se queja. La cabalgata perdió un tercio de sus carrozas pero es la que más ha gustado en años porque estuvo bien organizada y amenizada. Toda una lección. Como la del pregón. Al final, una artista de aquí, Niña Pastori, que parecía un recurso y de la que nadie esperaba un gran espectáculo, lo ofreció. Gustó mucho a muchos cuando puede que tuviera menos parafernalia, pero más corazón, que otros precedentes. Los conciertos, que se echaban de menos hace años para entretener a la masa del sábado ajena a las coplas, quedaron reducidos a uno, el de Pitingo. Otros años fueron tres y tampoco tuvieron mayor relevancia.

Podría fotocopiarse el programa de este año, o el de 2007, y proclamarlo como el que será oficial en 2013. Y nadie notaría gran cambio ni protesta. Es una fiesta de palabras, de intención, de retales y ropa vieja. Con poco dinero se apaña. Cuando había más, tampoco era mejor.