El Carnaval de mi vida

Jesús Maeso: «Soy un enamorado del coro»

«Aún recuerdo a 'Los últimos de Filipinas' de Kiko Zamora, o 'Vamos a la ópera', de Julio Pardo, que me emocionaron en su día»

Por  21:15 h.
Jesús Maeso: «Soy un enamorado del coro»

Desde que arribé a Cádiz, allá por el año 1969, me sedujo el mundo del Carnaval por su carácter transgresor y libertario, si bien por aquellos tiempos se denominaba Fiestas Típicas, cuando el chubasquero se sustituía por la guayaba.

Recuerdo que en las letras de los cuplés y tangos, apenas si percibía la delgada línea de la crítica contra todo lo establecido y lo que los censores del franquismo permitían. Eran monumentos a la agudeza, a la lucidez y a la inteligencia a los que no estaba acostumbrado.

Eran el paradigma de la sutilidad emboscada y de la libertad creativa. Puro talento y desacato contra la dictadura, salidos de las bocas de gentes sencillas, ocurrentes y con talento natural. Nadie, desde el cielo al duro suelo, se libraba de su crítica mordaz. Esa es la indiscutible esencia del Carnaval, que con el tiempo ha perdido algo de chispa y gracia, y la mordacidad primigenia que siempre la distinguió y que a mí me alucinó.

La esencia del Carnaval nunca debería ignorar la corrosiva crítica al poderoso, al gobernante, al orden establecido, a los regímenes políticos, a las modas estúpidas, a la sandez humana y a los eventos de la más dispar ideología. Pero otros tiempos, otras costumbres y otros intereses lo han ido modificando, ignoro si para bien, o para mal. Que me perdonen el dios Momo, M. Ares, A. Martín, J. Bienvenido, Tovar, Pastrana o Paco Rosado, pues aunque percibo primorosa creatividad en la comparsa, en los últimos años algunas agrupaciones nos han martilleado con letras insulsas, lacrimógenas e irrelevantes, lejos de la esencia frívola, festiva y burlona de esta fiesta.

Fundamentalmente soy un enamorado del coro, y aún recuerdo a ‘Los últimos de Filipinas’, de Kiko Zamora, o ‘Vamos a la ópera’, de Julio Pardo, que me emocionaron en su día. También de la chirigota (¡Qué letras las de los Cruzados Mágicos, o de las composiciones del Selu!) y de los cuartetos como los del Peña y o el Libi. Callejeras, romanceros y chirigotas me fascinan. Son el imán de mi Carnaval pues no han variado su genuina idiosincrasia desde el siglo pasado. El gaditano sigue identificando con ‘ese’ Carnaval humorista y satírico que lo rescata de los sinsabores de la vida cotidiana.

Siempre he pensado que Cádiz, como un crisol de alquimista, posee la fórmula magistral para purificar con humor sutil sus cuitas, congojas y pesadumbres porque interpreta que el Carnaval es el canal idóneo para olvidar con la risa y la carcajada sus pesares, pero en tanto en cuanto no pierda la esencia y el ingenio que siempre lo caracterizó. Le concedo su mérito a la comparsa, pero la veo atrapada entre las bambalinas del Falla, elevada por encima de sus hermanas y hermanos de expresión carnavalesca. Nuestra ciudad, España y el mundo deben pasar ante nuestros ojos como una película ocurrente, desnuda y picante. Ese arte lo precisamos de todos.

Me asombra la visión del gaditano y su vertiginosa inteligencia para imaginar una estampa cotidiana, y cantarla al instante. Quizá sea porque la auténtica fuente de inspiración de la que beben los autores sea la de un mundo ancestral que conocen a la perfección. Como contrapunto a la vida, los creadores del Carnaval cuentan con dos antídotos para borrar el aburrimiento: la belleza de las letras y la expeditiva burla que improvisan. No existe paragón semejante en ningún lugar del planeta.

A mí, en fin, el Carnaval me ha rodeado de un halo romántico e irreverente desde que decidí quedarme a vivir en Cádiz hace 47 años. Esta fiesta trasciende a la historia misma de la ciudad, pues abre las puertas de par en par a los foráneos que nos visitan extasiados, y nos regala un mundo mágico y espontáneo, inimaginable en otro lugar.