Antonio Martín, en el reino de Camelot

u trono, disputado de tarde en tarde por guerrilleros heroicos y talentosos como Antonio Martínez Ares

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Con dinero o sin dinero, con primer puesto o cajonazo, sigue siendo el rey. Monarca parlamentario de la comparsa, Antonio Martín heredó en gran medida el trono de Paco Alba, aunque disputando con Pedro Romero, durante la transición democrática, la condición de cantautores del carnaval.
Algo así como si a Juan Carlos I le hubiera dado por cantar en público por Serrat. Y lo hubiera hecho bien.
Su reino, hoy por hoy, no es el del camelo. Su trono, disputado de tarde en tarde por guerrilleros heroicos y talentosos como Antonio Martínez Ares, se asienta sobre Camelot: un lugar en donde todavía es posible pensar que el carnaval puede llegar a ser caballeresco y no un palacio decadente en donde salen de las cortinas puñaladas por la espalda y abrazos de Judas.
Sus caballeros de la piera redonda levantaron en palmas el Gran Teatro Falla cuando la cenicienta del sábado se iba a dormir en una carroza que, visto lo visto, es muy improbable que este año se convierta en calabaza.
El es el rey Arturo de esas huestes: sus escudos llevan dibujada la rosa de los vientos y sus pieles son naturalmente ostioneras, atrincheradas en las almenas de La Caleta que, como el propio Martín ha escrito, «es la única playa del mundo en donde todas las piedras se llaman por su nombre».
El Partido Martinista
En cierta forma, Antonio Martín también se ha convertido en un partido político: sus simpatizantes alternan con sus detractores, sus fieles con sus disidentes. Quizá porque, a pesar del tiempo transcurrido, su audacia sigue siendo la del niño de la Cruz Verde y su sabiduría, la de un prejubilado.
Martinistas y antimartinistas consolidan su leyenda. Consciente de su valía pero humilde, obrero y artista, licenciado en la calle pero transeúnte por los libros.
Sigue siendo audaz como el príncipe valiente. Y no es que, desde antiguo, sepa que de los cobardes nunca se ha escrito nada, sino que necesita respirar el aire del peligro, arriesgar en cada pasodoble, hacer fintas con el estilete del cuplé y gritar la orden de a la carga con la caballería ligera del popurrit.
Sus coplas, también lo ha dicho, pretenden atravesar el corazón de quienes las sientan, como si fuesen una tizona de palabras.
Una corte que es Cádiz
Su corte es la de un Cádiz ideal, el que él fue construyendo en ese imaginario que cada año se retroalimenta en el repertorio de las agrupaciones de carnaval. Ese Cádiz rebelde, demasiado acostumbrado a la realidad de los pesebres. Ese Cádiz orgulloso de la tradición que, sin embargo, es capaz de vender su alma a la primera productora cinematográfica que lo intente. Ese Cádiz, oé.
Como él mismo ha escrito y como cantan los suyos, cuando no hay evolución hace falta revolución. ¿Será capaz Antonio Martín de derrocarse a sí mismo? Capaz y capataz, lo juro por Los Tarantos. Aunque no se llame Arturo, conserva guardado el Santo Grial.