EL MAESTRO LIENDRE

Hijo de papá

Por  22:13 h.

Hará unos 20 años tuve una -efímera- cercanía a varios autores y componentes de postín. Cádiz es muy chico. Cada vez más. A casi todo el mundo le pasa. Familia, estudios, vecindario… Es imposible que no haya tenores y autores, octavillas u otras maravillas. En mi caso, fue casualidad profesional. Coincidí con varios. Una de aquellas veces fue saliendo del Falla -clareaba- con la comparsa que había ganado el primer premio. Les acompañaba al lugar de ensayo a celebrar, con la curiosidad del profano. De pronto, la euforia se congeló. En la trasera del teatro, al pisar la calle, algunos comparsistas cruzaron miradas con tipos en las esquinas. Con un susurro acelerado, el grupo compartió el mismo mensaje con distintas frases. Algo como: «Vámonos ya de aquí que acabamos a piñas». Yo desconocía el origen del temor, aún lo desconozco. No hubo nada. Me limité a obedecer. Me quedó para siempre la sensación de que el Concurso está atravesado de rencores y enemistades que los ajenos, afortunadamente, ignoramos. Lo recordé el lunes al escuchar que la final de ¡infantiles! había tenido un abrupto cierre por una trifulca en Gallinero entre familiares de varios grupos, como colofón al chabacano comportamiento de parte del público. La primera tentación fue pensar «vaya ejemplo». Pero la segunda fue recordar que no es nuevo, ni propio del Falla. Recuerdo a una agrupación de jóvenes (¿de Barcelona?) escoltada hace 20 ó 30 años porque les insultaban en el pasacalles. Recuerdo amenazas de suspensión por megafonía si el público no dejaba de gritar al grupo paralizado. Esto lo recuerdo cada poco. De pronto, se suman las imágenes de padres insultando a rivales o árbitros, o pegándose, en el deporte imberbe. O discusiones a diario por querer dejar, o recoger, al crío con el coche a medio metro de la puerta del colegio. O las comunes faltas de respeto a un profesorado que osa exigir actitud o trabajo a nuestros pequeños. De pronto, por primera vez, el Carnaval me parece inocente. Es una víctima más de unos padres que nunca dejaron de ser hijos (de papá o de lo que usted considere). Que creen querer más o mejor a sus críos. Así justifican lo de avasallar y faltar en nombre de su santa criatura. Cada vez que escucho escuela de fútbol o de carnaval (o de música o teatro o Infantil o Primaria) pienso sin remedio que deberían convocar antes a los padres para someterles a una intensiva terapia contra la paranoia del agravio, contra la enfermedad de ganar, la violencia, la grosería y el «no soy menos que nadie», contra los complejos de inferioridad y la melancolía podrida de una juventud sin curar.