CARNAVAL DE CÁDIZ 2020

Un año más, un año menos

Un año menos de polémicas de juguete sobre jurados, crónicas, críticas, enfados por puntos, asociaciones opacas y retransmisiones.

Por  8:00 h.

Todas las canciones de Mecano me resultan de un bobo insufrible, propias de sus autores, niños bien de colegio conchabado, de esos que aspiran a eternizar la España eterna. Pero a una de sus piezas, al menos, le concedo capacidad de ponerme triste por más que sea igual de tonta que todas. Es esa del fin de año. Es oír su ritmillo de fondo y sentir melancolía, nostalgia, que es el dolor que causa el tiempo. Trato de ser lo menos nostálgico posible. Es una pérdida de tiempo, lo que se dice adorar al sentirla. La nostalgia se ha convertido en un virus sin corona que se transmite más rápido que el otro por todo el mundo y se mete en la sangre de votantes y votados para reivindicar las mayores atrocidades presentes en nombre de un pasado presuntamente brillante y beatífico que nunca existió pero muchos creen, quieren, recordar.

 

En Cádiz, a la nostalgia tóxica se le dedican hasta programas de radio monográficos a diario. Demuestran, por otra parte, que siempre hubo añoradores de viejos tiempos antes de que comenzara este tiempo de añorar viejos muertos. Hay quien nace anciano. Siempre lo pensé de las personas de idealismo político y religioso extremo.

 

Con los años, otro grupo español volvió a la nostalgia y regresó al fin de año para simbolizarlo. Es Vetusta Morla, una banda -así las llaman los que van de guays cual chirigoteros callejeros de éxito- que adoramos los intolerantes al cannabis. Necesitamos un sustituto para pensar chorradas raras y cantar cosas que ni entendemos ni ganas. El estribillo repite “un año más, un año menos” para recalcar -eso me parece- que las horas consuelan y duelen por igual, que vivir mata, que cada día es uno que sumar y que restar en una operación matemática indescifrable. Los gaditanos que más se pavonean de su condición (algún día alguien tendrá que decir que no tenemos casi nada de qué presumir y lo poco fue puesto por la casualidad, por mamá natura) dicen que no cumplen años, que cumplen carnavales. Yo también lo sentí. También tuve 21, 28, 33 años. Noté que la nostálgica luz amarilla del casco antiguo aún se volvía más densa en ese último anochecer, que ni los fuegos artificiales iluminaban el agujero negro que te salía en el pecho y que las murallas lloraba de penita comparsil al verte pasar de vuelta el último domingo. Como dejó dicho la imprescindible nieta mayor de Macías Retes, “es la tarde más triste del año”. La tarde más triste del día más triste de la semana. Y en el segundo mes más triste (enero es imbatible).

 

Cumplir años tendría que tener alguna ventaja. Son poquísimas comparadas con las humillaciones, las punzadas, las pérdidas, los cabreos, las derrotas y los derrumbes. Una de ellas, en este sitio, a esta hora, es que la melancolía que provoca el fin del Carnaval mengua hasta casi desaparecer, hasta confundirse con una especie de alivio, una alegría sorda y muda. “Un año más, un año menos”, decía Vetusta Morla. Un año más de haber escuchado algunas callejeras que te reconcilian con el tiempo cuando te hacen reír. Cuando con la carcajada, casi estornudo, se levanta la cabeza sola y ves ese azul exclusivo del cielo de aquí. Va a juego con la calle en sombra. Un año menos de escuchar las mierdas de esos arrogantes autoproclamados portavoces y vengadores del pueblo que dicen sacrificar su vida personal, su tiempo familiar y su salud por traernos a todos unas coplas que nunca les pedimos. Si lo hacen por vanidad, que se jodan. Si lo hacen por dinero, a ver si se creen que su público no sacrifica horas cada día por lo mismo, si no tiene que perder tiempo para ganarse la vida. Un año más de vivir el prodigio de la mejor literatura satírica en Español repartida a escote, democráticamente, entre miles de personas. Un año más de un desahogo efímero y necesario, inservible, inútil y conveniente. De un despelleje terapéutico de todos nosotros.

 

Un año menos de soportar el partido único de la sagrada copla oficial que unos pocos pretenden convertir en industria, empresa, cultura oficial y modo de vida contra las preferencias e indiferencias de una gran masa amateur, atenta sólo a la parte gratuita y feliz, al despreocupado libreto de emociones que cada uno colecciona por fascículos mentales y anuales. Un año más de hablar con cualquiera, en cualquier momento, en la calle, con la naturalidad y la honestidad que nos falta el resto del año, sin la hipocresía budista de la Navidad tan reciente y olvidada. Un año menos de horrendos espectáculos propios de fin de curso escolar, con repertorios perdidos de manchas de televisión pringosa, de chascarrillos de fútbol y política de saldo.

 

Un año menos de un público nuevo y zafio, que mezcla la tradición con la competición, el placer y el juego con un postureo y un credo que desmoraliza al más optimista. Un año menos que magnificar una pollada como ésta en esa máquina de exagerar berrinches llamadas redes. Un año menos de palabras grandilocuentes, infladas y rimbombantes, estomagantes, para exagerar hasta el ridículo el reconocimiento a los que hicieron, a los que triunfan o a los que se fueron, como si no se hubieran ido todos, como si no fuéramos a irnos todos. Un año menos para adorar a los que vuelven, como si les debiéramos agradecimiento.

 

Un año menos de polémicas de juguete sobre jurados, crónicas, críticas, enfados por puntos, asociaciones opacas y retransmisiones. Un año menos de soportar a los que se toman en serio, por interés personal, un invento que siempre sirvió de cachondeo, desinteresado, para un rato. Un domingo triste menos para los viejos. Un lunes alegre más para unos cuantos que callarán, no vaya a ser que otros digan que se les notan los años. Un carnaval, un año, más. Un carnaval, un año, menos.