Paleeeta, paleeeta…
El gaditano debe defender su tierra, sus costumbres, su filosofía vital. Su Carnaval. Con su punto nacionalista por más que se critique la guerra de banderas, que no es más que un símbolo, cada cual lucha por su terruño, y al final es cuestión de dimensión o de ideología. La patria es el Estado, la región (la religión), el barrio o la familia, como reflexionaba Federico Luppi.
La diferencia estriba en batallar por orgullo y mantener la esencia ante la influencia externa, o hacerlo de manera excluyente y xenófoba. Esto último es lo realmente absurdo y execrable. Hay que afilar las uñas y sacar los dientes por la manera de entender y hacer Carnaval de esta ciudad, cuna del ingenio y la gracia cantada. Pero no para arañar al amigo, que no adversario. Ese ‘extranjero’ que, en su amplísima mayoría (pocos quedan ya en la cueva), atraviesa las murallas con una respetuosa genuflexión como si pisara Tierra Santa.
Forma parte de un inexplicable provincianismo paleto marcar al de fuera y señalar su condición de antemano, prejuiciosamente. Es ridículo. Más en una ciudad que siempre ha vivido cara al mar y su principal riqueza habita en el mestizaje. Esa mescolanza también ha nutrido al Carnaval, restándole naturaleza a cambio de una expansión inusitada. Su evolución es en cierta medida lógica, pues nada permanece inalterable más allá que lo que no se toca.
¿Y queremos eso? ¿Se puede soñar con un Carnaval Patrimonio de la Humanidad por la Unesco y pretender que sólo sea de, por y para los gaditanos? ¿Es posible abrir la puerta de los contratos ‘mileseuristas’ por todos los rincones del país y echar la baraja en las Puertas de Tierra, sin entender que es una puerta giratoria? ¿Quién se atreve a montar una industria de Carnaval que se pone sus propios aranceles identitarios?
No puedes sorber y soplar que te vas a atragantar. Uno ha de elegir, como siempre en la vida. Enroscarse bien la boina, ajustarse las gafas miopes del cateto, de astigmatismo y antimiarmismo, e intentar detener el tiempo (oh, pobre iluso); o asumir las externas influencias, a veces injerencias, y defender el sello propio por convencimiento y no por partida de nacimiento. Recuerden que al Cuervo se llega antes que a Algeciras, que está ahí, al ‘laíto’.
Cierto. El catetismo es bidireccional, y muchos visitantes también agarran la maleta de cartón cuando emprenden su viaje emocional o literal a la Tacita. Pero aunque el corto es feliz en su ignorancia, la satisfacción plena se alcanza al comprender que la denominación de origen no es sinónimo de calidad sino de procedencia. Y disfrutarlo sin barrotes.
Porque sean de aquí o de allá, más validez no se le puede dar, así que al estilo de Antonio Martín, solo se puede cantar, que esta gente es muy… paleeeeta, paleeeta.