Que Cádiz ha sido incluida en la lista de los 52 lugares que el New York Times aconseja visitar en 2019 lo saben ya hasta en Transnistria. Su antigüedad, su renacimiento culinario, su aire cubano, los vinos de Jerez y Vejer son argumentos que Andrew Ferren, el autor del artículo, ha acomodado en las retinas, los oídos y en el calendario de vacaciones de mucha gente. Gracias por tanto, Andrew. Todavía te puede caer una distinción turística made in Cádiz por tu condición de ‘embajador turístico e impagable labor de promoción de la ciudad y la provincia a nivel mundial”. En jerga carnavalera, un pelotazo. Aunque justamente el Carnaval no se cita en su compartidísima pieza informativa. No pasa ná, de verdá, demasiao has hesho tú ya, jomío.
Andrew no, pero un compañero del mismo medio, el periodista John Krich, ya puso la primera pica del Carnaval de Cádiz en el New York Times cuando el 8 de enero de 1995 publicó un reportaje a un página completa en el tabloide. Por entonces sólo existía la edición en papel y hasta un año después, en 1996, no arrancaría su primera edición digital.
El reportaje en cuestión titulaba “Capturing the Spirit of Carnival in Cadiz” (capturando el espíritu del carnaval en Cádiz) e iba acompañado de tres fotos, dos de agrupaciones carnavalescas y otra de la alameda. Se me cae un lagrimón de ver esa página (en pa-pel) e imaginarme al periodista viviendo los preparativos del Carnaval en tiempos anteriores a internet y al Got Talent en el que se ha convertido el Falla. Un carnaval sin artificios, o los justos. Más auténtico, menos edulcorado e infinitamente más alejado del postureo.
El estilo costumbrista del reportaje refleja la naturalidad y sencillez que aún conservaba el Carnaval por aquel entonces, y eso que ya llevaba quince años paseándose -no muy lejos- como Fiesta de Interés Turístico Internacional. Entre otras cositas añejas, John Krich escribía: “La tradición es la única explicación para las decoraciones festivas y los preparativos frenéticos de las peñas carnavelescas (grupos de carnaval) que se encuentran a lo largo de Pericón de Cádiz, la calle principal del popular barrio de la Viña (…). Recorriendo las peñas de una a otra uno puede recoger fácilmente el fervor por el Carnaval o, al menos, esbozar la historia de los grupos y su pasado a través de las fotografías que disfrazan cada centímetro de sus paredes (…). En las semanas previas a la Gran Final, es fácil encontrar a las agrupaciones ensayando nuevas composiciones de Carnaval (…)”, describe el periodista.
Y sobre la interpretación de las agrupaciones las asimila a una “versión casera de ópera ligera”, provistos de “adornos” y “gestos teatrales”.
También habla de los tipos de carnaval. Sin desperdicio: “Cada uno está disfrazado para ajustarse a su tema anual, ya sean cortesanos, espantapájaros, ángeles travestidos o dinosaurios del Parque Jurásico. Es muy democrático”, dice un cantante sobre el proceso creativo de su grupo. “Si todos votamos para vestirnos como una ensalada, entonces tenemos que descubrir cómo ser la lechuga, cómo ser un tomate”, incluye el texto.
No falta alusión a que se nos entiende regular al cantar carnval. Me pasa a mí, fítetu si vienes de la Gran Manzana. “Incluso la fluidez básica del español no es suficiente para coger el sentido de las menciones a la política local o al folclore antiguo en las letras de las canciones que transmiten en directo por la radio local. Pero no hay problema en captar la tendencia general hacia la fantasía general, que se extiende a las calles y escenarios públicos de Cádiz”. Me enternece imaginar al periodista escuchando las coplas del COAC con un transistor pegadito a la oreja.
Ese año el Carnaval empezó el 23 de febrero y el periodista no pasó por alto ni la antigua reventa: “Las entradas para la Gran Final pueden llegar a los 100 dólares y son difíciles de conseguir, al igual que las entradas para las semifinales. La ubicación de venta de boletos se mantiene en secreto hasta el último minuto, cuando se anuncia a través de las estaciones de radio locales”.
Muero. De arte, John Krich.