CARNAVAL DE CÁDIZ 2020

Necesito una ilegal

Alguien tendrá que cantarle a los de los patinetes que son para echarlos del orbe

Por  8:28 h.

Los más grandes directores de la historia del cine dijeron que hay pocos que aguanten el silencio y la quietud en pantalla. Muy pocos, entre los actores legendarios, resistieron salir en pantalla sin moverse, de espaldas, callados. Cary Grant, Henry Fonda, Gary Cooper… De pocos más lo cuentan. Porque todos somos ridículos, aún más, cuando no podemos gesticular con frases hechas, con las manos o las muecas de la cara. Será por eso que en todos los sures lo hacemos tanto y en todos los nortes son tan silentes.

 

Son siglos de sabiduría para tirarlos en unos meses de moda. Van a tener razón los sabios que se fueron hace mucho, o los que se largaron hace poco: Santander y Aragón (que algo dejó dicho en un cuplé). Vamos a dejarnos de rollos. Ya sé que esto supone enemistarme con media población de Cádiz (no es mucho decir porque mengua sin cesar), incluso con algún pariente y amigo. Pero ya vale de “pescaíto en blanco”, vamos a mojarnos aunque sea las cangrejeras, por lo menos los tobillos: yo no aguanto a las criaturas que van en patinete. Si no los freno con las manos y se lo meto por lo que se ajusta Nadal en cada saque es porque temo que, a mi edad, al final me lo hagan ellos a mí. Pero sin que se me note ni decir nada, los detesto. Abomino del invento. Eso de que todas las herramientas son mejores o peores según el uso que les dé la mano humana servirá para los evangelistas y los budistas, para los que meditan y para las buenas personas. Para mí, no. Los grupos de wassap y los patinetes no tienen ningún uso positivo posible, no tienen salvación, son una peste, una maldición, el aliento de Lucifer borracho. Me provocan las mismas ganas que a Willy Toledo las divinidades católicas. Por ahí no paso.

 

Los patinetes los han mandado algunos de nuestros muertos que no descansan. Los suyos, los tuyos, los míos. Es imposible encontrar otra explicación a esos engendros que cabalgan demasiado rápido por todas partes. Corren casi como motos por donde sólo debería caminarse con la pausa y el silencio que tanto añoro. Se saltan todas las normas y señales en el sacrosanto nombre de la prisa ¿Qué harán con el tiempo que ahorran en sus fugaces desplazamientos? Me recuerdan a una frase brillante que leí una vez a no sé qué autora: “Los que más desean la vida eterna, la inmortalidad, se pasan la vida sin saber bien qué hacer los domingos por la tarde”. No quieren caminar. No quieren comprarse una moto. No quieren pagar seguro. No quieren esperar. No quieren dar pedales. Vale, vale, no contaminan tanto como un coche pero ese cacharro habrá que enchufarlo y aunque no tufe tanto, tampoco es un querubín ecológico. Van asustando a todo el mundo. Evitaré meterme en los que llevan a un niño de corta edad encima, a los que van a velocidad criminal por la acera. A esos les deseo el fuego eterno. Mejor nos concentramos en los que van más despacio, en los que no ponen en peligro la vida de nadie, por reírnos, que vienen días de cuplés.

 

Nada más gracioso que la solemnidad. Por eso decía que pocos actores, pocos artistas, resisten la inmovilidad y el silencio. Esta mancha de cretinos (excepto mis amigos, familiares y conocidos, todos muy queridos) se creen que dan bien tan quietos, sobre la plataforma deslizante, sin mover la cara, ni las orejas, ni las piernas, tiesos, con las manos posadas en el manillar como las patas de un pajarito en una rama, suaves. De veras se consideran guais, diferentes, listos. Ahorran minutos y esfuerzo, combustible y gasto. Con sus gafas de sol y sus ‘audreyculares’, tan parados, resbalando, siseando, sobre las aceras. Avanzan sin moverse. Vuelan sin agitar las alas. En su quietud, parecen la estatua Gades de Vasallo pero vestidos (hay de todo) y sin la mano haciendo visera porque van apoyados en los cuernos de su puta cabra. No son todos jóvenes, no crean. Una buena mayoría no cumplirá más los 35 años pero cree rejuvenecer a lomos de su famélica, esquelética, cabalgadura. Cuando los veo pasar tan tiesos y solemnes, tan raudos y marciales, me recuerdan a Joey Tribbiani en ese plano. Le habían regalado una barca y cruzaba el salón del apartamento enhiesto y mirando lontananza como un marino que busca en el horizonte, con una sonrisa burlona, autoparódica. Los pilotos de patinetes, los patilotos o pilonetes, ni siquiera se molestan en aplicarse ese humor, mucho menos autocrítica.

 

Por eso espero que aparezca estos días una buena ilegal y los ponga a todos vestidos de limpio, que se les descojone (que diría Pablo Iglesias, The Colet) en la mismérrima cara. No creo que el Carnaval sirva para nada. Por eso es maravilloso, como todo lo inútil. No es ninguna expresión de ningún pueblo, ni sirve para asustar a ningún político, ni es periodismo cantado, ni expresa más sentimientos que los cantados en bodas y barbacoas. Pero deja algún testimonio. A ver si puede ser de asco y rabia en este caso. El Carnaval es puro desahogo inservible, como un artículo en la prensa. Es carga y cachondeo para ajustar cuentas que se desvanecen en el aire 40 segundos después de su lanzamiento. Con eso me conformo. Ruego que alguna ilegal salga de pilotos de patinete, patilotos o pilonetes, y los ponga como los trapos, que les coloque durante un momento efímero -que se olvidará esa misma noche- ante un espejo que les muestre tan ridículos, egoístas y agresivos como me parecen a mí.

 

Tan ridículo, egoísta y agresivo como yo les pareceré a ellos.