CARNAVAL DE CÁDIZ 2020

Ellas y las demás

Hicieron lo que quisieron, como quisieron, porque podían, porque no sabían que no pudieran

Por  8:00 h.

Lo hicieron porque podían. Y si no podían, no lo sabían. Porque querían. Con la inocencia gastada que tanta falta nos hace ahora. Les apetecía. Jugaban. El ‘play’ de los ingleses que antes de significar consola fue interpretación. Qué hacen las actrices si no jugar en público. Así salió todo. Creo, supongo como espectador. Con la naturalidad inconsciente y bellísima del deseo juvenil. Al Carnaval le van muy mal la gravedad y la solemnidad, la seriedad y el dramatismo premeditado. Por más que insistan los que fingen que se flagelan en Fragela.

 

La primera vez que las vi, entre cuatro paredes, fue en la estación de Renfe de 1905. Oscura y tétrica, prometedora y romántica, dolida, dejada, llegada, desértica y abandonada, como ahora. Entonces conservaba actividad y como los padres -los originarios López y Segovia, entiendo- trabajaban en algo relacionado con aquello de los trenes, vivían allí, en una casa, en unos altillos de lo que será, en el año 2125, un Mercado Gastronómico. Estará dirigido por vivos, como todo lo gastronómico, aunque todos nosotros estemos muertos. Me habían mandado de Sevilla para escribir algo. La mujer en el Carnaval o así. Era llamativo en 1996 ó 1998. El camino hasta aquella vivienda -recuerdo una buhardilla gigante, penumbrosa y cálida- era enredado. Había escaleras anchas, estrechas, normales y metálicas, o eso recuerda mi pueril imaginación. Estaban al menos cuatro. Las dos hermanas y, como poco, dos amigas. Recuerdo butanos (así se les llamaba, que los nuevos busquen en Google) y paquetes de patatas. Brasero con faldas y lámparas viejas que daban la luz cremosa justa. Allí se hartaron de reír. Los ensayos consistían en interrumpirse, equivocarse, darse la carga, improvisar y mearse de risa.

 

Yo traté de tomar unas notas y montar un texto publicable. Se publicó pero no está archivado en internet. Como todo aquello de antes. No sé si conté que eran niñas jugando. Que fuera llamativo, rompedor, pionero, transgresor. Pues quizás. Pero se veía muy natural. Ese apelativo infantil es el que tenían por sobrenombre como grupo aunque a mí, más que niñas, siempre me parecieron mujeres. Y cuánto. Y cómo. Yo sí que era un niño chico y corto. Me mandaron a contar cómo un grupo de chicas se había convertido en objeto de seguimiento y admiración por un creciente número de aficionados que las aplaudía y coreaba, las adoraba (de forma efímera e impostada como todo en Carnaval, aún más en la calle). Luego, quizás antes, las escuché muchas veces, no sé por qué recuerdo siempre que detrás de Simago (otra vez a Google si eres pipiolo/a). Tengo cada grupo callejero asociado a una calle o esquina, puerta de garaje o plazoleta aunque los haya visto en doce lugares distintos. También paseo por Cádiz recordando los portales en los que alguien tuvo a bien hacerme pasar a lo oscuro y a lo húmedo. Geografía sentimental diría algún comparsista. Son algunas casapuertas. Se me hacen pocas y sobre todo, antiguas. Pero aún sonrío para dentro al pasar por delante de cada una. Al asunto. Fueron cajera de súper, jane sin tarzán y mucho más tarde sambera brasileña, en grupos pequeños, grandes, de tres, en pareja, con romancero alguna vez.

 

Años después, otra vez por el maldito parné, tuve que tomar un café con la mayor de ellas, la más conocida, porque me habían encargado que le ofreciera ser columnista semanal en un periódico local. Entonces ya era figura del santificado y crecido carnaval callejero. Los textos y cómo decirlos, la mezcla de bastinazo y candor, la imaginación de lo cotidiano, sus cuplés, su forma de cantar con los ojos, con toda la cara, habían convertido al grupo en un clásico de la fiesta real y postraumática. Ya eran decenas los grupos de mujeres, o de hombres y mujeres, que hacían lo mismo con desigual suerte. Por el mismo motivo: ninguno. Porque querían, porque podían, porque de repente sabían que podían y querían. Les seguían diciendo niñas. Yo, niño de veras, aún las veía más mujeres. Cuánto. Cómo. Era verano esta segunda vez. Apareció por la puerta del bar. Camiseta de tirantes amarilla canariocadista y vaqueros gastados. Melena de rizos sujeta en lo alto, bella corona plebeya. Lo recuerdo como una foto. Al entrar me pareció que sonaba música, como en los anuncios, que caminaba a cámara lenta y un ventilador le daba en el careto armonioso. El carisma, la gracia, se le derramaban. La sonrisa y la elegante altura de sus pómulos precisaba de gafas de sol y babero en el observador. Por supuesto, disimulé como pude y fingí distancia y prisa, la profesionalidad que nunca he tenido. Pero en ese momento la elegí diosa pagana, emérita y vitalicia del Carnaval, la mía, del mío. Tuvimos que irnos precipitadamente porque el bareto decadente y deficiente, lleno de camioneros talludos, crió un rumor rijoso e incómodo ante su hipnótica presencia. El machismo, por entonces, se ocultaba menos, no se disimulaba, incluso a los infectados (inmensa mayoría como ahora) les gustaba lucirlo.

 

A la otra pionera sin querer la recuerdo aún antes, más atrás. Fuimos compañeros de instituto, así que tuvo que ser sobre los 15 ó 16. Creo que ella tenía uno más y corría 1983, quizás 1984 (sí, niños, así de rápido va, que no os engañen). A no sé qué perverso profesor, Carlos Gentil andaba por allí para mi fortuna, se le ocurrió hacer una parodia, un remedo, de concurso de habilidades y belleza para nombrar miss y mister instituto. Creo que habría que pagar entrada para recaudar fondos, que siempre se distraían parcialmente por parte de algún alumno avispado, para excursiones. El concurso, con el patio lleno y un tablao bien alto, consistía básicamente en hacer el imbécil, play-back, coreografías, el caricato. En el caso de los chicos. En el de las chicas, desplegar talento y gracia teatral o musical además del humor. El más patán, contrahecho y ridículo fui yo. Era muy gordo (y uno siempre es lo que alguna vez fue) que siempre ha funcionado para hacer reír, desde Benny Hill y Oliver Hardy al Masa y Joselito. Después de hacer el bobo un rato fui sacado a hombros para remate de la burla. En el camino a la calle me dieron con el marco de un portón en la cabeza. Yo sangraba en lo alto entre carcajadas y vítores sarcásticos. La mejor actriz, cantante y recolectora de miradas de admiración fue ella. Siempre fue una artista, desde niña (aunque nunca la llamaran así). Las tuvo que dar mortales en las fiestas familiares. Era inevitable, le brotaba, le llamaba, le podía y nunca se resistió. Era irresistible. Nunca fue corta, por fortuna, ni perezosa. Se lanzó a la calle por el mismo motivo que las otras niñas. Porque podía, porque quería, porque sabía, porque le gustaba. Años después de compartir reinado me la encontré en el televisor. Concretamente, encima. La tele no funcionaba más que como pedestal. El trío callejero que hacía de muñecas de Marín, las flamencas decorativas de aquella España de nuestra niñez, funcionaba hasta que te dolían los abdominales (si los tuvieras o tuvieses), hasta romperte las ternillas. Aquello era feliz y divertido hasta doler. Era una maestra del Carnaval callejero desde que era alumna. Era un clásico desde que comenzó, mucho antes de que los del Teatro Falla mirasen con rencor a los de la calle por su aura de superioridad intelectual. Desde que se subió a la tele con la peineta, la he visto una veintena de veces, casi siempre sola, con alguna compañera, con su compañero, al que siempre se apaña para distanciar cinco calles, cien metros, un mundo en el Carnaval de la calle. Profesora y actriz, vocacional y entusiasta, contagiosa, comparte con la jefa de las niñas una sonrisa de verdad, doble ancho, con la que taparse ante cualquier miedo.

Las he recordado esta semana por un encargo laboral y me ha dado por pensar que sembraron las calles de Cádiz de la libertad que no se canta ni se luce, se ejerce: la de salir a disfrutar. Araron sin querer, sin que las vieran plantar cuplés. Sin pedir permiso ni disculpas. Instauraron la igualdad. Si no había normas ni números, cómo iba a importar el género. Qué más da si hay más mujeres que hombres en un grupo. Qué imbécil se pone a contar. Nadie repara. Lo lograron, ellas y las demás, sin medallas ni pegotes. Sin pretenderlo ni pregonarlo (bueno, las niñas, sí). Sin dramas. Antes de que el feminismo fuera una religión -con fanáticos, dioses y leyes-, temible como todas, lo aplicaron por la vía de los hechos, con la valentía del ejemplo, con la fuerza imbatible de la naturalidad. Hicieron lo que quisieron, como quisieron, porque podían, porque no sabían que no pudieran.

Ojalá el paso adelante de las mujeres hubiese sido tan firme y armonioso, tan claro y limpio, sin zancadillas ni puñaladas, en otros campos de la vida y el Carnaval. Que se fueron las ninfas y no hubo nada. En el resto de asuntos laborales, sociales, domésticos, sentimentales, sanitarios, sexuales, judiciales y económicos no resultó nunca tan simple. Ni lo resulta. Todo es más difícil fuera de las ilegales, en el mundo real, dentro de la ley, la casa y el trabajo. Por desgracia, hay que defender el feminismo, aún y por mucho tiempo, en el Carnaval oficial y fuera del teatro, dónde sea, porque hay, al menos, 3.640.063 negacionistas entre nuestros queridos compatridiotas, camuflados de afables vecinos, parientes y amigos de los que dan los buenos días. Son los que dicen, con la sonrisa campechana del simpático peligroso, que no es para tanto, que no es para ponerse así, que algo habrán hecho, que ellas también pegan. Los que refutan con una interjección ininteligible que la mitad de la población ha sido puteada (literalmente) desde la fundación del mundo sólo por su género, por su nacimiento. Como todos los machotes y las mujeronas, lo hacen con un gesto de condescendencia, de perdonarte la vida y dejarte hacer, de piedad hacia los que creemos lo contrario. A sus ojos sucios, hemos sido engañados por la intelectualidad. Eso va a ser, que nos dejamos arrastrar por la razón. Pero la realidad, desde hace 20 siglos y hace 20 minutos, dice que aún hacen falta normas, leyes y muchas denuncias, condenas y códigos. Harán falta aún muchas campañas, habrá que soportar seminarios somníferos y es precisa una tonelada diaria de educación.

En el resto de la vida no va a ser tan fácil como fue en el Carnaval de la calle, donde ese paso innegociable, inaplazable, funcionó como funcionan las cosas hechas con amor, inocencia e inconsciencia, con sencillez, por placer. Es una ordinariez recurrir a las hijas o las madres para agradecer el favor que estas pioneras involuntarias le hicieron a las mujeres que querían disfrutar del Carnaval, a las miles que lo disfrutan ahora en igualdad. No voy a mencionar a las mías. Lo sepan ellas o no, todas pueden ahora disfrutar del Carnaval como les dé la gana gracias a estas dos y a otras 200 que no tuve el honor de cruzarme. No pretendían hacer nada. Sólo lo hicieron.