El Carnaval me gusta por muchas cosas, pero de todas me quedo con un momento que aparece dos o tres veces cada Concurso: Abrir los ojos y no dar ni los buenos días. “Gorda, no vea ‘menganito’ ayer”. Y poner el café. La tostada con prisa. Darle al play. Las noticias, ‘pa’ después. Carnaval desde temprano. Un regalazo para comenzar el día.
Y la del pasado jueves fue una de esas mañanas. Reconozco que últimamente habíamos desayunado con Ares menos de lo que me hubiera gustado. Quizás, el popurrí del perro rabioso fue lo último suyo que me hizo dar un salto de la cama. Pero aquella era una pieza extensa, con tiempo para la pasión y la calma. Para madurarla. Como una muerte más lenta, una guerra más larga. Pero un pasodoble gigante es un golpe certero. Huidizo como un orgasmo. Breve como un gol. Viene, se va y te mata. A la primera. Sin más pretensión que la del escalofrío instantáneo. Es un puñal que te raja el alma sin contemplación.
Llevaba tiempo sin tener esa sensación con Antonio Martínez Ares. Últimamente había desayunado más veces con Chapa y Juan Carlos que con él. Desde que volvió, ha traído obras inolvidables, una detrás de otra y todas diferentes entre ellas. Nos había contado historias sólo al alcance de su pluma. Registros musicales nuevos en la fiesta y había repartido estopa sin perder la corrección. Pero me faltaba ese Antonio directo, descarado y tajante de los 90. Esa letra que no necesitara de la reflexión. Ese punto irreverente que diferencia esto de todo lo demás.
Y en el pasado miércoles de cuartos de final tomó ese camino. En estos tiempos de mamarrachos metiendo la manos en la educación y en la cultura, era de esperar que los mismos aparecieran por febrero. Pero con el Carnaval no van a poder como pudieron. En Cádiz, cuando nos aprietan, nos juntamos, nos abrazamos a los poetas, la rabia explota, el verso se vuelve desafiante y el mamarracho no vuelve a por otra. Cómo necesitábamos una copla como esta, poeta.