La opinión de Carnaval

Carnaval y religión

El primer recuerdo que tengo del Gran Teatro Falla es tétrico

Por  11:14 h.
De todo lo que he podido ver en este mundo, poco, nada me da más miedo que la religión. Ya sé que fue creada para combatirlo, para remediarlo, al menos para aplacarlo. Pero a mí, más que aliviármelo, me lo produce. Me recuerda, nada más aparecer, para lo que fue inventado. Será por eso que me asombró ver en Canal Sur, el pasado viernes, un programa que definía al Carnaval de Cádiz como una religión. Apenas pude aguantar 20 minutos pero me alcanzó a entender lo que trataba de explicar. El asunto era dejar claro por qué resulta tan importante el Concurso para los gaditanos. Para algunos, cabría matizar. Durante ese breve tiempo, que se me hizo eterno, pasaron por la pantalla grandes autores e intérpretes. Explicaban, entre la osadía y el pudor, que el juego ese que se celebra cada febrero en el Falla es demasiado importante incluso para ellos, que si estaban en la televisión en ese momento era gracias a esa competición tan rara. Incluso se podrían asociar a ese invento más de la mitad de los ingresos que han recibido en su vida. Todos los que vi, sin excepción, calificaban de exagerada la importancia y trascencendencia que se da al Concurso del Falla. Ellos, que toda la celebridad que tengan se la deben a ese engendro, admitían el exceso.

Me llamaron la atención las palabras de un joven Paco Rosado que en los primeros años 90 (es lo que tiene el archivo de Canal Sur, que siempre le prestó atención excesiva a todo esto) se interrogaba frente a la cámara por el excesivo interés de los gaditanos por lo del Falla. Lejos de menguar con los años, se ha contagiado a los habitantes de otras localidades de forma inexplicable. Pero lo cuantitativo no debe distraer de lo cualitativo. Que guste cada vez más a más personas no me impide cuestionar si cada vez le gusta menos a un grupo, quizás menor, de gaditanos. Sobre todo -volvamos al origen, al título- si se califica de religión tal diversión. Nunca soporté los dogmas, las normas y la obligación impuesta por tradición, por sumisión, por mayoría. Hasta las convenciones laborales, maritales, me resultan insufribles. Me callo, no creas. El Carnaval, el Concurso del Falla, hace unos años que parece precisamente una religión, un dogma, una obligación incuestionable. Sus promotores, sus creadores y facilitadores se han convertido en una especie de mayoría en los círculos que deciden qué consume o recibe la mayoría, qué gusta y qué no, qué debe ser protegido y qué abandonado. Ya sé que no sólo sucede aquí. Aquí es un lugar muy pequeño, intrascendente, pero tengo la suerte (mala, quizás) de vivir aquí. No me gustan las religiones, ninguna. Ni las que nos someten porque son mayoritarias o seculares ni las lejanas, por exóticas y temibles. Ni las que tienen que ver con alguna creencia espiritual ni las que van asociadas a cualquier cuestión prosaica. Te resumo: ni el gimnasio, ni el islamismo, ni la meditación, ni el Cádiz Club de Fútbol, ni el veganismo, ni el budismo, ni el hedonismo, ni el Podemismo ni el Opus, cualquier creencia llevada al ridículo extremo de la fe me resulta indigesta, inasumible.

El Carnaval, faltaría, no iba a ser menos. El primer recuerdo que tengo del Gran Teatro Falla es tétrico: un integrante de una comparsa pegó un salto casi olímpico en las preciosas escaleras laterales, las que escoltan el escenario desde camerinos hasta galllinero. Mi padre, que por entonces estaba fascinado por aquello, que había salido con Paco Alba (muy poco) y con Antonio Martín (aún menos), tonteaba con la Peña Nuestra Andalucía. Me llevó y, por accidente, mientras íbamos a saludar a alguien, nos cruzamos con aquello. Un miembro de esta agrupación, o sufrió, ni idea, una agresión a un integrante de la comparsa de El Puerto, la de Los Majaras, por entonces tan pujante. No puedo hablar de nombres, ni tipos, ni año, porque no recuerdo ni ganas. No puedo precisar quién fue víctima, ni quién agresor. Sólo recuerdo a un hombre que daba un salto excelso, largo y violento sobre el pecho de otro, adelantando una pierna, la que pegaba, mientras la otra quedaba muy atrás. La diferencia de altura de los escalones de esa bella pendiente colaboraba mucho. Mi padre me tapó la cara y me sacó de allí. Por las pocas referencias que tengo, resulta que yo contaría con ocho años, quizás diez (nací en 1968 por si alguien quiere entretenerse en cálculos) y descubrí de repente que aquello del Falla era muy raro. Sería religioso para algunos, para los que se pegaban, para los que pagaban. Sería importante para otros, entretenido -sin más- para la mayoría pero yo supe que nunca me atraparía como, por ejemplo, el cine, la playa, la NBA, los libros, el fútbol o el pop.
Será porque a estas últimas ficciones nunca les vi las costuras, siempre las tuve demasiado lejos por suerte, por fortuna. La televisión y la ficción siempre cauterizan. Luego pasé muchos momentos maravillosos en el Falla. Correteando amigos y ninfas, pisando camerinos y retretes, pasillos y palcos, haciendo como el que trabajaba, opinando, viviendo y riendo, pero nunca olvidé que algunos fanáticos vivían toda esa mierda con una actitud religiosa que me repele sin excepción, en cualquier caso. Cuando volví a ver esa palabra, el pasado viernes, recordé por qué estoy deseando que acabe el Concurso y todo lo que me separa de los que lamentarán que termine dentro de una semana.