A ver cuando alguien le mete mano al concurso de una vez, les quita la capacidad de hacer y deshacer a los participantes, y pone algo de cordura en un reglamento que se mueve más que una barquilla en días de levantera. Tenemos, en primer lugar, la falta de sintonía entre jurado y aficionado debido a que no valoran lo mismo: mientras el jurado debe puntuar un repertorio —y solo un repertorio—donde, además, cada composición se puntúa de forma distinta, el aficionado recibe una impresión artística general y con ella exclusivamente decide si una agrupación es mejor o peor que otra.
En segundo lugar tenemos jurados diarios, opinadores en radio —muy opinadores y mucho opinadores—, aplicaciones donde expresar tus preferencias, quinielas en redes sociales… y todo cala en el ánimo del seguidor del concurso hasta hacerle creer en las posibilidades reales de cada agrupación. Por último, nos encontramos ante el miedo de aplicar el reglamento —que aunque absurdo, es el único que tenemos— por parte de quien es el responsable de aplicarlo, cuando entiende que su aplicación será demasiado discordante con la opinión del aficionado. Y ocurre lo habitual: reuniones discretas y decisiones fuera de palco donde terminan poniéndose y quitándose más puntos que en un ambulatorio.
Descomponer una obra terminada en música, letra e interpretación, es como si fuésemos jurado de repostería y tras probar cada tarta debiésemos valorar la calidad del azúcar, los huevos, la harina y la leche. Es absurdo y ridículo. En una obra, tal como se entrega al público, las tres —y algún condicionante más— colaboran en la impresión artística subjetiva que recibe el oyente de las otras dos y de la obra acabada.
Al final, el miedo a la discrepancia, como casi siempre, lleva a pasarse por el forro el reglamento, sobrepuntuar —por ejemplo— cuplés muy malos para colocar a una agrupación en el puesto que el público espera, y a justificarse después. Ojalá se pudiese cambiar el reglamento, pero mientras sea el que es, está claro que es solo para valientes, muy valientes y mucho valientes. O eso o en un arrebato de honradez instalar un “aplausómetro” y poner a la venta las entradas de los palcos que ocupa el jurado.