Al igual que en otros ámbitos de la ciudad, desde hace un tiempo venimos observando que el gaditanismo, en lo que a carnaval se refiere, se va diluyendo sustancialmente entre las suculentas y peligrosas aguas de la globalización. Los nuevos tiempos, los nuevos mercados, las nuevas aficiones, las nuevas coplas, anteponen el beneficio y la rentabilidad a la identidad y la tradición. Cual lobby que se apropia de nuestras viviendas de “El corralón” desterrando a nuestros emblemáticos balcones repletos de cañas y macetas, nuestras coplas han sucumbido a un teatro desgaditanizado.
Cantar una copla a Cádiz se ha convertido en un deporte de riesgo que poco autores están dispuesto a practicar. Recuerdo escuchar desde el gallinero un pasodoble que El Canijo dedicó al deterioro que había sufrido nuestro añorado parque Genovés. No pude evitar sentirme un forastero en mi propia ciudad, en mi propio teatro, en mi propio concurso, cuando el publico de alrededor me miró con incredulidad por haberme puesto en pie para aplaudir con fervor aquella copla, en medio de su fría y tímida ovación. Fue justo en ese mismo instante cuando, entre sus foráneas miradas inquisidoras, entendí que teníamos un serio problema.
Un bueno amigo viñero, que llevaba ya años encarnando en soledad esta lucha bajo la etiqueta del chovinismo, me demostró sin quererlo que su guerra trascendía mucho más allá del propio interés personal. Él y su pequeño bastión del tres por cuatro, lejos de estar cegados por lo nuestro, habían sido unos auténticos visionarios. Este reducto gadita, que nunca dejo de reivindicar con sus coplas a pesar de los palos y desengaños, abrieron nuestros ojos aletargados por el éxito. Y aunque el capitán de este batallón visionario se marchó, lo hizo dejando patente que se puede y debe conquistar el corazón de los aficionados llevando nuestro Cádiz por bandera, le pese a quien le pese.