Hay una cierta melancolía en la mirada de Paco Rosado, tras la barra de «El anticuario» en la típica, tópica y por lo tanto imprescindible plaza del Tío de la Tiza, que era de Cádiz y no de Conil como ha demostrado Javier Osuna. El barman guarda ahora ese cierto aire de nostalgia con que suelen moverse los marineros en tierra, con su saudade de mar y de balanceo en cubierta, como si las aceras tuviesen mareas y lunas, como si el agua tapá llegase a las avenidas, una extraña pero tangible añoranza de la aventura, de la fiesta, de aquellos años intrépidos que él vivió carnavaleramente.
Porque habrá que decir que ese mismo Paco Rosado al que ahora lo mismo reprochan sus críticas en este periódico que sus comentarios en Onda Cádiz, fue el cambio llevado al carnaval. Y es que un par de meses antes que Rafael Escuredo fuera el primer presidente electo de la Junta de Andalucía y cuando aún faltaba mucho para aquel 28 de octubre en que Felipe González y Alfonso Guerra compartieron un clavel en un balcón de la madrileña calle de Ferraz, él y Paco Leal inventaron Los cruzados mágicos. Era el irrepetible año de 1982 cuando fundaron, ya para siempre, la comparsigota, un mixto lobo carnavalesco, una fusión de emociones, un mestizaje estético al que seguirían tipos como Los cegatos con botas (1983), Los llaveros solitarios (1984), Los carreros de la alianza (1985) o Los cubatas (1986), el primer gran cajonazo de la historia reciente del Carnaval gaditano, tan doloroso al menos como aquel cajonazo que nos dió el gobierno socialista al pedir que votáramos que sí a la OTAN aquel mismo 1986 y casi por las mismas fechas.» ¡jurado sinvergüenza!» fue entonces el estribillo más coreado y Paco Rosado salió como un torero por la puerta del príncipe del Falla.
Fue entonces, seguro que fue entonces, cuando decidió no renovar su cartilla de comparsigotero, aunque de vez cuando volviera a sacar una barca humilde para chapotear en el mar abierto de las chirigotas callejeras, donde no hay más ley que la del público y la única patria es el carnaval. Pero se le nota todavía con hambre de viento en las velas y de rayo verde, ya sea detrás de aquella barra con derecho a cuarteta que fue su bar de Las Coplas, o desde el palco del Falla que comparte con Guillermo Riol y un micrófono donde da el cante de sus opiniones que, como su viejo repertorio, cuenta con casi tantos partidarios como detractores.
Lejos de la calle y de las bambalinas, Paco Rosado se saca alguna que otra espinita, como en las páginas de su libro «Qué pechá de Carnaval», una especie de memoria privada de todos los ángulos que componen el poliedro de esta fiesta, compartimentos estancos que conforman un todo a partir de parcelas aparentemente aisladas: «Carnaval-concurso, Carnaval-final, Carnaval-contratos, Carnaval-carrusel… Carnaval-tajá, Carnaval-ligue, Carnaval-disfraz, Carnaval-negocio…».
Pero, en el fondo, qué quieren que les diga, a la postre resulta como si un ballenero se pusiera a mariscar. Más temprano que tarde, ojalá este viejo lobo de carnaval vuelva a zarpar del muelle, lejos de las piscinas de agua dulce y de los mares muertos, a bordo de un balandro llamado comparsigota. O como quiera llamarle.
Paco Rosado, comparsigotero en tierra
Paseando por la fama
Por Juan José Téllez , 11:34 h.