Aveces, se produce el milagro y el Carnaval, en donde el paro lleva a la industria y la industria a la pérdida de valores, deja de ser el patio de Monipodio y se convierte en algo serio y antiguo, con palabras pasadas de moda como honor y respeto. Y es que, a veces, tan sólo algunas veces, entre caspa y sal gruesa, resucita la elegancia y la gente del Carnaval se convierten, como por arte de birlibirloque, en oficiales y caballeros.
Ocurrió esta misma semana, en el Gran Teatro Falla. Los parapapá, jóvenes aunque suficientemente preparados chirigoteros que llevan dos años de primeros premios con Las pito-risas y Salón de Belleza el Tijerita, hicieron justicia poética con uno de esos pasodobles que no sólo ponen al público de pie sino los vellos de punta.
Su letra –como la música, obra al alimón del sevillano Lolo Álvarez Seda y el isleño Enrique García Rosado, alias Kike Remolino— reconocía que los vencedores morales del año pasado no fueron ellos, sino Los Enteraos: «Hace un año quien ganó fue la chirigota del Selu porque así lo quiso El Falla», sentenciaba su chirigota, bajo la dirección de Julio Álvarez.
No se trataba de oportunismo, sino de franqueza: mucho antes de la nueva edición del concurso, en cada bolo en que coincidían con sus rivales, les rendían la cómplice y generosa pleitesía del equipo que sabe que ha ganado una liga no sólo por méritos propios sino también por la decisiva intervención del árbitro ajeno.
Estos chavales no son ni flores de un día ni fantasmas del tres al cuarto, no son Los otros, el tipo bajo el que se presentaron en el certamen de 2002, sino que son muy nuestros, porque llegan de un largo viaje, del de las raíces, de la cantera de las infantiles y de las juveniles a donde Kike Remolino no renuncia a volver. Incluso ha llegado a declarar que le gustaría retirarse escribiendo para esas agrupaciones. En ellas, y él lo sabe, no sólo está el futuro sino las raíces.
Se trata de una generación crecida en libertad y en Carnaval, pero sobre la que tal vez pesa el imaginario de las Fiestas Típicas, que tuvieron mucho de malo pero que, entre tantas sombras, también tuvieron sus luces. Como por ejemplo, una cierta inocencia perdida. Y la creencia profunda en que quizá todo esto no sólo sean zancadillas, competencia, abrazos de oso y puñaladas por la espalda. Que quizá esta fiesta, en el fondo, más allá de los intereses comerciales, de los contratos y las giras o las ventas de cedés, sigue guardando una entrañable, limpia, estremecedora ingenuidad. Como si siguiéramos creyendo, al menos de tarde en tarde, en que existen los elfos de Papá Noel.
Y que quizá se equivoquen alguna Navidad con los regalos de un niño; o, algún febrero, con los primeros premios del Teatro Falla.
Kike Remolino, oficial y chirigotero
Por Juan José Téllez , 10:20 h.