Nos hicieron creer que las mujeres fuimos expulsadas del Paraíso. Que nos apartaron, a pesar de haber mordido la misma manzana, a pesar de haber bebido el mismo veneno, y que nos condenaron a los trabajos más penosos, a no mirar a los ojos de los dioses, a caminar dos pasos por detrás de último de los elegidos, y a no pronunciar el nombre del Carnaval en vano. Nos convencieron y nos obligaron a aceptar que encontraríamos siempre la puerta cerrada y que nunca sabríamos lo que pasaba al final del arcoíris, porque no había sitio para nosotras en la fiesta de la libertad. Pero era mentira.
Nosotras estuvimos siempre. No de la misma manera, es cierto, pero con las mismas ganas. No teníamos nombre, ni teníamos voz, porque éramos la novia, la hermana, la esposa, la madre, la abuela y la hija; la rosita temprana, la que estaba bonita hasta cuando el levante la despeinaba, la que tuvo por oficio amar sin condiciones, la que guardó el secreto del primer cigarro aquel, la que sentaíta en gallinero con las carnes de gallina estaba loquita por escuchar las coplas. Pero también fuimos la de la fuerza infinita, la dama golfa y valiente, la de la sonrisa eterna, despeinada como la tierra, la que acunaba cantando pasodobles de pena, la compañera, la que agiganta su vientre, la que se despierta con el reloj de la vida, María Malabares, la paridora de carnavaleros, y la que, al conjuro del puchero, sabe mejor que nadie que esta sociedad la hizo el hombre para el hombre. Fuimos, con permiso, buenas tardes, las primeras en denunciar los malos tratos y la violencia machista, y las primeras en demostrar que no éramos solo una costilla. Las transmisoras de las coplas, porque ellos las escribían y las cantaban, sí, pero éramos nosotras las únicas que guardábamos las mejores y las íbamos pasando de generación en generación como un secreto, como un tesoro, amamantando a los hijos con un compás añejo y nuevo cada año.
Fuimos también, para qué negarlo, la vecina buenorra, la de las cachas bien puestas, la parienta protestona, la que le abría la puerta al cristalero, las «salidas extraordinarias», la nuera puerca, la que siempre huele a bajamar –por ser sutiles–, la cuñada beata, la suegra insoportable, y la meona. Incluso fuimos todo a la vez, porque las dos caras están presentes en la falsa moneda del carnaval.
Un carnaval de coplas en el que siguen conviviendo pasodobles reivindicativos que hablan de igualdad y de feminismos, con cuplés de pelo y de dudoso gusto. Porque, aunque nos cueste reconocerlo, el Carnaval, sobre todo el «oficial», sigue siendo un mundo de hombres, con estructuras masculinas que, a veces, se disfrazan de impostada modernidad para arañar puntos en un concurso y para cumplir con los preceptos de lo políticamente correcto. Tras el aplauso, nada; o mejor dicho, lo de siempre.
Nos dijeron que en el Carnaval podíamos ser costureras –cuántas puntadas se habrán dado sin el más mínimo reconocimiento– planchadoras, maquilladoras, locutoras, cronistas, cocineras, adornos en un tornavoz, y poco más. Cuando intentábamos otra cosa, siempre nos miraban con condescendencia o directamente se nos reprochaban que lo hacíamos mal; gritábamos en las comparsas, nos amarimachábamos en las chirigotas, deslucíamos en los coros, y es que, la solución siempre pasaba por volver a casa…porque nuestro sitio solo estaba escrito en las coplas, en el lugar que según ellos nos correspondía.
Nos hicieron creer que las mujeres fuimos expulsadas del Paraíso. O fuimos nosotras, las que les hicimos creer que nos sentíamos más cómodas al este del Edén. Pero era mentira. Podríamos hablar de ‘Las Petits Criollas’, la murga feminista de 1914, o de ‘Las trovadoras modernistas’ (conjunto coral de señoritas) de 1928; podríamos recordar ‘El Show de Wald (Las sirenas gaditanas)’ de 1969, reseñadas todas ellas como ‘rara avis’ en un Carnaval de hombres. Pero no hay que irse tan lejos, hace cuarenta años del coro ‘mixto’ –como si fuera un sándwich–, y de ‘Las molondritas’ trece desde el primer cuarteto femenino –que incluso llegó a semifinales– diez años desde que una mujer fue por primera –y de momento– última vez presidenta del jurado del concurso, y aún nos parece extraordinaria –y digna de reseñar– la presencia de mujeres en las agrupaciones carnavalescas, al menos en las que viven a la sombra de la oficialidad. La calle es otra cosa. La calle siempre fue otra cosa, pero ahí no está la lucha. La lucha está en conquistar esos espacios que, hasta ahora, tenían reservado el derecho de admisión.
El camino se demuestra andando, claro, y siempre empieza con el primer paso, y aunque hace mucho que dimos ese primer paso, queda tanto trecho por recorrer que estamos más cerca del dicho que del hecho. La presencia femenina en las agrupaciones produce, cada año, menos asombro –y eso que se siguen anunciando como ‘coro femenino’ o ‘comparsa femenina’ y nunca he escuchado decir ‘coro masculino’ o ‘chirigota masculina’ por llevar el ejemplo al límite–, pero aún estamos muy lejos de tener peso específico en el concurso. ¿Cuántas autoras?, ¿cuántas directoras?, ¿cuántas músicas?… lamentablemente, seguimos siendo la voz de su amo.
Sin embargo, mirando hacia la cantera, parece que estamos muy cerca de esa ansiada igualdad. Los más pequeños y los más jóvenes nos demuestran con su ‘normalidad’ que es posible la convivencia y es posible la normalización dentro de las agrupaciones. Afortunadamente, ni en infantiles ni en juveniles se oyen ya los apellidos ‘mixto’ ni ‘femenino’, y niños y niñas, y muchachos y muchachas, parece que han logrado un carnaval sin calificativos, sin apellidos. Y han demostrado que lo que aún parece un imposible en la vida normal, se desarrolla con total normalidad en las tablas del teatro.
A veces lo extraordinario sucede en los lugares y las cosas más simples. Cuando vemos a las agrupaciones de la cantera, donde resulta, incluso, difícil distinguir a los niños de las niñas porque todos cantan, se comportan, visten y se mueven de la misma manera, pensamos que es ahí donde está la esperanza de un mundo más igualitario, más justo y mejor repartido. Pero también sabemos que el que hizo la ley, hizo la trampa, y aunque tengamos nuestras expectativas puestas en la evolución de la cantera, sabemos que lo extraordinario dura muy poco, y que pocas serán las chicas que lleguen a la categoría de adultos. Que lo que ahora nos parece un ejemplo de normalidad, será otra vez una especie rara cuando pasen la frontera ‘permitida’. Otra vez seremos la novia, la hermana, la madre, la hija…
Nos hicieron creer que las mujeres fuimos expulsadas del Paraíso. Es el momento de demostrar que no nos lo creímos. Y que lo extraordinario ha llegado para quedarse.