Aragón, poeta de la experiencia

Nacido en el 67, estudió Filosofía y Letras cuando Luis García Montero ya había ganado el premio Adonais.

Por  11:30 h.

Es un poeta que escribe para el carnaval. O un poeta de carnaval que sencillamente escribe. O que lee.
Sería imposible concebir a un letrista como Juan Carlos Aragón sin lo que supuso la irrupción de la clase media y de los trabajadores en las aulas universitarias. Desde sus inicios, su obra participa de lo culterano y de lo popular a pachas, mitad calle y mitad biblioteca, mitad Góngora y mitad cante anónimo.
Nacido en el 67, estudió Filosofía y Letras cuando Luis García Montero ya había ganado el premio Adonais. De ahí que quizá represente en el carnaval esa estética que en literatura se llamó “la otra sentimentalidad” y que quizá represente Alejandro Sanz en la música pop.
“La muerte es una playa con cara de pena,/desnuda bajo el cielo bailando encendida./
La muerte es una lluvia que cae hacia arriba/y con su pelo largo y su espalda morena,/
llevamos esperándola toda la vida”, escribe Aragón, quizá remoto sobrino-nieto de Louis, poeta de la experiencia que tampoco renunció nunca a la bravura de la denuncia: “Quien en nombre de Dios condene el amor,/ en la forma que sea,/ ojalá que se las vea en el juicio final”, maldice contra el fanatismo de quienes, por la gracia de los dioses, creen tener toda la razón durante todo el tiempo.
Este año, su comparsa “Noches de Bohemia”, jóvenes voces para una vieja ceremonia que dirige Juan Fernández, nos sentencia, por ejemplo: “Mi reino no es lo que tengo, sino lo que hago”. ¿Y qué es lo que hace Juan Carlos Aragón, desde sus “Flamenkitos apaleaos” o “Los Yesterday”? Ponerle letra con la sangre de la pasión al karaoke de nuestra banda sonora sentimental. O, más allá del tópico y del ombligo narcisista, recobrar ese sentido profundo de Cádiz con olor a brea que siempre nos llevó hacia la otra orilla de todos los mares, sin olvidar nunca volver a puerto. Eso hizo con el homenaje a “Araka la Kana”, como un tercer puente que uniera definitivamente Cádiz con Montevideo.
Hubo quien quiso enfrentarlo, en tiempos, a Antonio Martínez Ares, como el ying y el yang, la cara y la cruz de una misma moneda y de una misma generación. Como quizás recuerde Juan Carlos Aragón a sus alumnos del Instituto, siempre es bueno recobrar a Antonio Machado y a sus complementarios, mejor que jugar enconadamente a los contrarios. ¿Qué se llevaría usted a una isla desierta, un pasodoble de “La Revolución” o uno de “Los Angeles Caídos”? ¿Y qué se nos ha perdido –habría que responder—en los tiempos que corren en una isla desierta? ¿O es que quien lee a Javier Egea no puede leer a Carlos Marzal? A esos ayatolas de la vida cotidiana, quizá habría que decirles que “el que me lleve al infierno yo me lo llevo conmigo”. Y que “cuando las palabras pasen a las historia será la memoria revolucionaria”.