Carnavales más allá del Miércoles de Ceniza

 

Donde ahora reinan las vírgenes cristianas, hace milenios estuvieron ya Venus o Ceres. Hoy, Miércoles de Ceniza ya nadie recuerda el componente mágico del Carnaval porque hemos perdido esa noción de que no sólo somos historia sino también leyenda. Y que no sólo nos mueve o nos conmueve el corazón o la razón, el amor o el dinero, sino también la luna y las mareas.

Antaño, el Martes de Carnaval -mardi gras se le llama en la bulliciosa calle Borbón, vulgo Bourbon Street, de ese Caribe inglés que es Nueva Orleans- servía para echarle el cierre a la fiesta y que el Miércoles de Ceniza nos recordase que polvo fuimos y polvo seremos. Polvo, sí, más polvo enamorado, que diría aquel gran chirigotero del lenguaje que fue Francisco de Quevedo. Ahora, el Carnaval es como un bazar chino que no cierra nunca, un veinticuatro horas que irrumpe pecaminosamente en la Cuaresma, saltándose a la torera el protocolo del calendario católico y se adentra hasta en verano, más allá del Carnaval de los jartibles y de la celebración de la fiesta en algunos pueblos donde, llegado el caso, pueden cruzarse los pasos con las bateas.

Ya no se entierra ni la sardina. Y si se entierra, será por cosa de la inspección de higiene, que lo último que se enterró en el Carnaval de Cádiz fueron las Fiestas Típicas, pero esa es otra historia que ya se la hemos contado.

Sin embargo, que nadie se confunda porque somos mestizos hasta en la diversión. Que hay mucho de batalla entre Don Carnal y Doña Cuaresma en los carnavales de hoy, eso va a misa. Pero su tradición podría remontarse a tres mil años antes de que el Imperio Romano torturase y ejecutara al Mesías de los judíos en aquel Guantánamo que fue el Monte Clavario. Cinco mil años le echan algunos historiadores a este asunto, que han llegado a rastrear en India, Sumeria o Egipto, con los festejos que se tributan al dios Apis que, aunque parezca mentira, no fue tan solo una marca de foie-gras. El culto a Baco y a Saturno de la antigua Roma emparejó a patricios y a plebeyos con los propios esclavos, como ocurriese probablemente siglos más tarde cuando los esclavos africanos de la Carrera de Indias eran subastados en las lonjas de Cádiz y Sevilla, cobijando sus propios rezos en el panteón católico y sus propios festejos entre las fiestas de los blancos, ya fuera en el Callejón de los Negros de Cádiz, entre las guarachas de Cuba, el cajón peruano que terminaría heredando el flamenco y las llamadas de Montevideo. Ya en la antigua Roma existía el ayuno: Carnelavarium, el hecho de eliminar la carne, podría haber dado nombre a nuestros carnavales. Claro que Carna también es el nombre de la diosa celta de las habas y el tocino, cuentan los eruditos, aunque a los eruditos no haya que echarle mucha cuenta.

En Cádiz, el disfraz sirve para ocultarse. En Venecia, para exhibirse, para mostrarse ante los escaparates de la vanidad. Hay lugares donde el Carnaval coincide con la Epifanía. Y otros, como el de Colonia, que duran más que los ensayos de las agrupaciones, ya que el Carnaval comienza el 11 de noviembre a las 11 y 11 minutos y se prolonga hasta ayer. En el Carnaval de hoy, en cualquier lugar del mundo, quizá influya más la televisión que el misticismo. Así que como no sólo perdemos memoria sino también encanto, que a nadie le extrañe que cualquier día Don Carnal y Doña Cuaresma renuncien a pelearse sino es a cambio de un contrato millonario en los platós de la telebasura.