Agrupémosnos todos en la fase final
Solo los guiris y los madrileños despistados pasearán esta noche disfrazados por Cádiz. El resto estará en el Falla, en la intimidad de su casa con cena de Telepizza o en los locales que televisen la final a despecho de los sagaces inspectores de la SGAE. Final de infarto sobre todo en comparsas en donde Antonio Martín, el mayor genio de la modalidad de todos los tiempos, ‘foraparte’ Paco Alba, se enfrenta a los ‘pezzonovante’ Bienvenido y Tovar, intentando luchar con ellos con sus mismas armas, las de la innovación pero a la manera de Tim Burton, a quien rinde homenaje, o de Paco de Lucía, respetando la tradición pero, al tiempo, desobedeciéndola. Noche de sevillanismo chirigotero, salvando a Kike Remolino y sus ‘Juaquín Pamplina, cantautor de la Plaza Mina’, en forma de ‘Los niños cantores de viena o de Manolete’, una chirigota sevillana con letra de Juan Carlos Vergara, José Antonio Alvarado y música de David Márquez Mateo, que quizá haya triunfado por no llevar famosos a bordo, o ‘Ricas y maduras’, chirigota gaditana pero cuya autoría corresponde en parte a la franquicia del célebre Canijo de Carmona, cada vez más pan nuestro de cada Cádiz. El cuarteto del Morera vuelve a batirse con el de Algeciras, en ese duelo a primera sangre en el que llevan empeñados hace un manso, y en el que esta vez le acompaña ‘Si Emilio hablara’. Por no hablar de los coros, tres clásicos populares: Nandi –‘Allegro Molto Vivace’–, Rivero –‘El triángulo’– y Pastrana –‘La madrugá’–.
Pero la final, no es sólo lo que ocurra en la escena, sino una ópera coral en la que caben los compañeros de los medios –¿prohibirá el smoking la ley antitabaco?–, el sanedrín del Jurado, o el palco de las ninfas. Volverá a ser el reino del ambigú –ya sin el recordado belga, desgraciadamente fallecido el pasado verano– donde se cierre un negocio o se abra un romance, o la perplejidad en los rostros de los invitados postineros que seguramente no entiendan por qué no se subtitulan las coplas como hacen con la ópera en los teatros punteros. La Gran Final es el gallinero de bote en bote, con la gracia echándole un pulso a los graciosos profesionales o el palco de las autoridades convertido en la casa de las dagas voladoras, en vísperas de elecciones municipales.
Es un trasiego de saludos y espaldarazos entre bambalinas, pero también de rencores reconcentrados, una vieja nostalgia de monfortes y alcinas entre los plumillas, sin siquiera pasodobles que los reivindiquen. Espónsores de ocasión, magnates del tres por cuatro, catetos que piensan que los catetos vienen de afuera, gitanos que no quieren ser flamenquitos apaleados, pibas enamoradas de los autores y autores enamorados de sí mismos.
Pasen y vean: corazones de caña y palabras de pito, apostando el todo o nada a la ruleta rusa del voto de un puñado de hombres y mujeres que seguro, como nadie, pueden llevar la razón todo el tiempo. Prebostes y croqueteros, ministros o ministrables, regidores de ciudades o regidores de escena, peperos con correa y sociatas con demasiados eres, pregoneros condenados al cajón y lolailos que no llegaron a ser números 1 en ventas y gasolineras. Arriba parias de la tierra, en pie famélica legión. El año que viene, por estas fechas, casi nadie salvo los más pejigueras, recordarán cómo fueron los premios de la presente edición, pero nadie olvidará en su vida el cuplé que le atrapó, el estribillo que le sedujo o el popurrit, que como las magdalenas de Proust, le recordará el tiempo perdido. Alcémosnos todos al grito de: ¡viva el Carnaval!