Odio eterno al Falla
Tan horribles son las modas que dejó dicho el gran autor -no de Carnaval, de lo otro- que han de cambiarse cada pocos meses
El odio eterno al fútbol moderno es, además de una canción, una pose, un tic que siempre triunfa porque conecta con una neurona que tenemos todos. Tan horribles son las modas que dejó dicho el gran autor -no de Carnaval, de lo otro- que han de cambiarse cada pocos meses. Ya saben, no se hacen películas como antes, nunca habrá otro Velázquez, Camarón es eterno desde que murió pero lo querían matar por ‘La leyenda del tiempo’, el heavy actual es para blandas, el tiempo de las novelas ha terminado, para periodismo el de los 70, el Cortijo de los Rosales, añoro a los futbolistas con bigote, calzón corto y colmillo largo, los triples se han cargado el baloncesto, para cocina la de mi abuela… Una tendencia humana, entrañable y razonable que nos afecta a todos y está causada, entre otras cosas, por un virus mucho más extendido y contagioso que la gripe, llamado “años”. Causa una enfermedad crónica que en, absolutamente, todos los casos resulta mortal.
La melancolía, la nostalgia (de “dolor” y “tiempo”, porque todo viene de Grecia como nos alumbra Fossati) son ineludibles para todos nosotros. Es imposible sacudírselas. Hasta desaconsejable. Son tan necesarias y tan calentitas, tan calmantes… Nos confirman que si no estamos vivos ya, al menos, lo estuvimos. Nadie cabal ni en sus cabales puede, quizás ni deba, eliminarlas por completo. Pero conviene saber cuándo nos habla. Identificarla. Tenerla calada. Porque es embustera de cojones. Lianta y zalamera. Pero no siempre, claro. Conviene saber cuándo es sentido común, cuándo nos recuerda qué ha cambiado y cómo, a peor, por pereza, impericia o imprudencia. O cuándo, en cambio, se trata de añoranza de lo que, simplemente, nos tocó. El Falla no iba a ser menos y el odio eterno al Carnaval moderno se expande a la velocidad de la luz, a la del miedo, como movimiento, tendencia. Muchos son honestos y lo han defendido siempre, por convicción: ese lugar donde se juntan cabeza y corazón. Otros se apuntan por inercia, por no pararse a pensar. Alguno, hasta por conveniencia, por ponerse al sol más grande del momento. Pero todo lo clásico fue moderno una vez y se enfrentó a una jerarquía canónica que excomulgaba en el sagrado nombre de Lodesiempre.
Ya saben: nada volverá a ser como era. Aquellas finales, aquella radio, aquello tan local, tan nuestro, tan pequeño, tan manejable, tan sabroso. Probablemente, sólo una parte de lo que recordamos delicioso lo fuera tanto. Los egos, las peloteras, los intereses, las mezquindades están en los archivos desde muchas décadas para el que quiera buscar. Otros fenómenos alrededor, muchos, son nuevos, es indiscutible. Quizás sólo haya un cambio de proporciones pero la esencia sea la misma en algunos casos. El pretérito chungo, ni de pasada lo conjugamos. Por supervivencia, tendemos a reducir los recuerdos tristes a su mínima extensión. De lo contrario, caeríamos aún más en la obsesión y la tristeza. Ensanchamos la belleza de lo que era hermoso. Es cierto que se ha perdido inocencia y sencillez, claro. Muéstrenme a una persona, una obra humana, de la más simple a la más compleja que no pase por ese proceso, que no evolucione de lo artesanal, lo casual y lo lúdico, lo espontáneo, casi lo involuntario, de lo desenfadado, a lo complejo, a lo interesado, profesional, retorcido, competitivo, mercantil y barroco. Puede que, uno a uno, todo eso nos pase a todos entre la infancia y la vejez. Por qué no habría de pasarle a cualquier cosa que montemos. Sea un circo como el Falla u otro cualquiera.
El hecho de que la melancolía sea una tentación universal no debe convertirla en excusa para la parálisis, en justificación para resignarnos a combatir cualquier defecto. Puede que el odio eterno al (ponga usted aquí lo que quiera) moderno y externo sea la forma de identificar perversiones y miserias que pueden y deben corregirse. Hágase, así en el Concurso como en la Tierra, en la calle como en cielo, por los ciclos de los ciclos. Pero recordemos la importancia de los grados (no de los etílicos, que también). La diferencia entre medicina, droga y veneno está en la dosis. Un poco de melancolía puede identificar qué cambiar, cómo, qué recuperar. Un exceso puede llevarte, cualquier mañana, a soñar con conquistar Polonia. O con recuperar una América genocida en nombre de dios oro. O con beatificar a Viriato. O con una Cataluña de felicidad pastoril que domine el Mediterráneo gracias a su raza superior de preclaros sabios. O con una España que evangelice el mundo a coces, que reconquiste mares y montes a mandobles. O a una Gran Bretaña en la que nunca se pone ese sol que jamás ven en Londres. Por terminar con las barbaries a las que lleva la nostalgia podría mencionarse una minúscula, como pedir una prueba de ADN, copia del padrón y árbol genealógico a los que quieren comprar una entrada para un festival de folklore popular en una pequeña ciudad del Sur de Europa, esquina con Norte de África. Jamás le pediríamos eso a ningún ciudadano para un museo, siquiera de Carnaval. El Nostalgiol y la Melancolina, en buches muy grandes, más de diez gramos al día, nos convierten a todos en pequeños cascarrabias napoleónicos, en lapas lepenianas, en coñetas coñazo, en papagayos aburridos, semiviolentos y discriminadores, prestos a desenvainar un pasado que, en parte, nunca fue.
Eso me parece. Eso trato de evitar. Pero, faltaría, que cada una haga y diga lo que le salga del pito. De caña.