Regreso al carnaval y algo de teatro
Conseguía, en su
tramo final, pasar de un lenguaje a otro y transmitir ideas
universales, inteligibles en cualquier lugar, como el desamparo ante la
represión machista, el desamor o la soledad emigrante.
El de anoche, La Gran Final, con autoría de Teatro Satarino,
Antonio Labajo y Martínez Ares, resulta más espectacular, mucho más
visual y musical, pero nunca trasciende los códigos internos de la
fiesta. Es puro carnaval, grande y eléctrico, que no es poco, ni nada
digno de ser ocultado.
Grande Satarino
Las dosificadas porciones de teatro, resultan brillantes e
hilarantes, hasta conseguir que se echen de menos las desternillantes
apariciones de los cuatro actores del grupo que aportan el complemento
dramático al espectáculo, pero nunca logran equilibrar la balanza entre
coplas y textos. Siempre mandan las primeras.
Esa circunstancia es una gran noticia para los que iban a buscar
carnaval (la gran mayoría de los que abarrotaban el Falla a tenor de
cómo celebraban los espléndidos tangos, pasodobles y cuplés, de cómo
lanzaban los típicos mensajes a gritos) pero puede resultar algo
decepcionante para los que acudieran esperando algo más, algún diálogo
más allá del endogámico mundillo del concurso del Falla, o aplicable a
otro entorno.
La obra no es un punto de partida para hablar de nada más, ni puede
entenderse fuera del certamen de febrero (ni, quizás, fuera de
Andalucía). Es una vibrante sátira sobre ese fenómeno, una necesaria y
sana autocrítica, un salvaje ajuste de cuentas contra los apasionados
del concurso, hecha por apasionados (amantes o enemigos) del concurso,
para público apasionado por el concurso.
Cuando los autores de la obra intentan desligarla de la fiesta
gaditana, yerran o mienten. Antonio Martínez Ares ha vuelto al carnaval
y la obra se convierte en un vehículo para que lance sus coplas -tal
cual eran, tan buenas como las que más-, envueltas en un coro, una
chirigota y una comparsa que tienen poco de teatral ni aportan nada a
la mínima trama.
‘Dream team’
Eso sí, suenan a gloria, sueltan las letras provocadoras a las
que acostumbraba (sobre la Casa Real, Obama, Teófila, la Duquesa de
Alba) a través de una suerte de dream team del carnaval en el que
deslumbra el poderío y la tersura de la imponente voz de Andrés Sibón.
Las músicas propias de El Niño y versiones maravillosas, hasta de
la banda sonora de Nino Rota para El Padrino, estuvieron a la altura de
las frases. Pareció que cualquiera de los tres grupos que actúa de
mentirijillas en la obra sería un aspirante, de veras, al primer premio
del próximo febrero,
El hilo conductor de la ficticia noche de la final es un maestro de
ceremonias, estilo Cabaret, que pone su ambigüedad humorística y sexual
(bigote y tacón de aguja) al servicio del irónico boceto. Gracias a
Teatro Satarino (que se llevó la mayor ovación de un público puesto en
pie), se cosen las actuaciones de la decisiva noche del concurso. Sus
cuatro intérpretes logran despellejar y homenajear, con un humor
cargado de guiños reconocibles, a medios; autores esquizofrénicos;
ninfas; novias de comparsistas; antifaces de oro y, sobre todo, la
«mafia del jurado».
Los actores y los diálogos reivindican, en los mejores pasajes del
caótico desarrollo, al público, a la gente ingeniosa y sencilla que
sostiene el ilógico juego del carnaval organizado. Quizás, esos cómicos
debieran aparecer y contar más. Ni los leves desajustes, propios de un
estreno, deslucieron su imprescindible aportación.
Epílogo en Medicina
La dictadura del carnaval es tan poderosa en la obra que ni
siquiera terminó con la caída del telón. Los intérpretes regalaron al
pú-blico, entusiasmado, una prórroga de coplas en la escalera de la
Facultad de Medicina. A cielo abierto. Febrero en noviembre.