Manolo Santander I, la viña en amarillo

Señor indiscutible del condado de La Viña, Manolo Santander I –su hijo ya vuela con alas propias—parece tan desterrado como Don Juan en Estoril cuando se lo encuentra cualquiera por la calle Zorrilla. Y si llegáramos a verlo en Columela o en San Juan de Dios, ya sería lo menos La Pasionaria en Moscú, temporalmente exiliado a un lugar demasiado lejano del de su querencia: taberna El Manteca con sus colores corporativos, barra del Faro empetada contra la crisis, calle de La Palma esperando eternamente a los tsunamis con un detente satanás y un mosaico móvil de La Virgen.
La Viña es su guarida e incluso el bar-restaurante donde para, en el Callejón de los Carros y a la vera de la Rosa de los Vientos, lleva el nombre del barrio: una Génova o Palermo de bolsillo, donde las nativas llevan batas de guatiné y los hombres camisetas de tirantes, como en una novela de Juan Marsé o en Amarcord de Federico Fellini. Bombonas de butano, barras de aluminio, Rancapino ensayando su ronquera, bullas de carnaval, desierto de Semana Santa, niños en bañador camino eternamente de La Caleta.
Guerrero sin antifaz de oro, capuchino sin nespresso, licenciado en la Universidad de la Calle, empezó a asomar las orejas por el repertorio de Los del perejil lacio y El crimen del mes de mayo; pero su apoteosis fue La Familia Pepperoni, un ratatatá de risas en un tiempo tan melodramático como una comparsa a la antigua o un cuarteto sin chiste. Ganó la Recopa del Atlético Agujetas y cabalgó por las praderas del Carnaval con algunos de los revólveres más rápidos en el western del ingenio: alias Magaña, alias Libi, alias Noly. Prada le puso músico a Me han dicho que el amarillo y no hizo falta que ningún directivo del Cádiz buscara a Plácido Domingo a Joaquín Sabina para que la afición hiciera suyo, para siempre, ese himno.
Encumbrados por unos, menospreciado por otros, como saben de sobra el Carnaval de Cádiz y los posts anónimos de los chats de Internet, este chirigotero con más cara de buzo con escafandra que de submarinista moderno, ya no sólo ha pasado a formar parte de la historia sino que constituye, en sí mismo, una leyenda. 
Al exilio, al Ponto Euxino, más allá del Non Plus Ultra. Me imagino el trance, ole sus cojones ahí, de Manolo Santander al coger el autobús o el utilitario camino del Carranza. Como si dijéramos, camino de Astilleros. Uno y otro rumbo resultan duros pero inevitables. Aunque haya que ir al otro lado de las murallas, que es como si dijéramos a la estratosfera, a Manolo Santander se le antoja un camino justo pero necesario. Si se quiere sobrevivir. Sería difícil respirar sin un curro. Para él, para el marqués de La Viña, para el conde-duque del Callejón de los Carros, sería difícil ser sin el Cádiz C.F. Quizá haya sido su hijo quien le dijera que Moliere murió en escena vestido de amarillo. Pero a Manolo Santander I le resultaría sencillamente imposible vivir sin ese color.