OPINIÓN

LAS DOS CARAS

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En las llamas del Dios Momo, o Momá, se consume el Carnaval del 13. Desafortunado, inspirado por ese número maldito. Las brasas del fuego eterno calcinan los horrores de esta fiesta, su lacra, el veneno que contamina cada rincón y que con sus efluvios destapa los pecados capitales: La envidia dañina del compañero, la ira contra la prensa, la soberbia de los ídolos caídos, la avaricia por los premios, la lujuria del derroche por encima de la copla, la pereza de quien sólo vive para esto, y la gula de la erizada, ostionada, pestiñada, dobladillada y paro de contar que a estas horas me entra la gazuza.

El Carnaval obliga a una severa distinción, es necesaria la disección para apartar el Concurso, cada año más podrido, de la esencia de esta tradición, que se respira en las esquinas de sus barrios señeros. Ha sido el COAC más flojo que se recuerda, donde ha primado la forma en lugar del fondo, el fanatismo por encima de la afición, la crítica fuera de las tablas y el discurso correcto sobre ellas. Este certamen va perdiendo su identidad, los ‘navajazos’ vuelan y el nivel es parejo, pero la calidad menor. El esperpento termina cuando se desvelan las puntuaciones del jurado y se observan actuaciones ridículas, impropias de un ser humano objetivo, que remiten a pensar en que los premios se otorgan más por afinidades que por gustos. O se profesionaliza, o alguien vendrá de fuera y lo hará mejor, más justo.

La otra cara en este baile de máscaras la continúa ofreciendo la calle, con más oxígeno este año por la bajada de asistentes (y de patosos) y el sello inconfundible del carácter gaditano. Humor, ingenio, y sobre todo buen rollo. Respeto y admiración, risas compartidas, diversión. Es la esperanza de una fiesta en la que para muchos, demasiados, disfrutar es lo de menos.